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Aunque la autoridad no está en la lista de emociones de la psicología moderna, tu autoridad es una de las características que más destacan los Evangelios. Ya sea expulsando a los mercaderes del templo con celo apasionado (Juan 2:13-17) o enseñando en las sinagogas "como quien tiene autoridad" (Marcos 1:22), tú te presentabas como quien no solo hablaba con poder, sino que actuabas con una convicción que desafiaba las normas establecidas. Esta autoridad no era opresiva, sino liberadora, dirigida a restaurar la justicia, la verdad y la relación con Dios.
Jesús:
Mi autoridad no nace de la imposición ni del miedo, como la autoridad de los poderosos de este mundo, sino de la unión perfecta con el Padre. Por eso, cuando enseñaba o actuaba, la gente percibía algo distinto: no eran palabras aprendidas en las escuelas de los escribas, sino vida que brotaba de la comunión con la Verdad.
La autoridad que el Padre me confió no oprime, sino que libera. Al expulsar a los mercaderes del templo, no lo hice movido por un arranque de ira sin control, sino por el celo del amor: aquel lugar debía ser casa de oración, un espacio para el encuentro con Dios, y lo habían convertido en mercado. Mi gesto fue fuerte, sí, pero estaba al servicio de devolver a mi pueblo la posibilidad de acercarse al Padre con un corazón limpio.
Cuando hablaba en las sinagogas, muchos se admiraban porque sentían que no repetía fórmulas vacías. La autoridad no estaba en el tono de mi voz, sino en la coherencia entre lo que decía y lo que vivía. Esa es la verdadera autoridad: la de quien enseña con la fuerza de la verdad hecha carne.
Mi autoridad era también ternura y compasión. Cuando decía: «Levántate», al paralítico, no lo hacía como un juez que dicta sentencia, sino como un amigo que ofrece vida. Cuando decía: «Yo tampoco te condeno», a la mujer sorprendida en adulterio, hablaba desde la autoridad del amor que transforma y abre caminos nuevos.
La autoridad que yo recibí del Padre, la comparto con quienes viven en mí. No para que dominen, sino para que sirvan. No para que se impongan, sino para que levanten al caído. Toda verdadera autoridad cristiana tiene esta raíz: ser transparencia de la voluntad de Dios.
La autoridad que nace del amor no necesita imponerse, porque convence por sí misma. Es como la luz: no grita, no discute, pero ilumina y nadie puede apagarla.
Por eso, cuando tú hablas en mi nombre, aunque lo hagas con debilidad y temblor, si dejas que mi Espíritu te habite, tus palabras tendrán un peso que no depende de ti. La autoridad no es tuya, es mía en ti.
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