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Cuando pienso en perdonar, siempre lo veo como un acto que me libera a mí. Pero ¿es posible que el perdón también libere a la otra persona, incluso si no lo pide o no lo entiende?
Jesús:
El perdón verdadero es una llave que abre dos puertas: la de tu corazón y la del otro. Cuando perdonas, te libras de la prisión del rencor, pero también dejas abierta la posibilidad de que la otra persona sea alcanzada por la gracia. Aunque no lo busque, aunque no lo comprenda, la carga invisible que tu resentimiento proyectaba deja de pesar sobre ella.
Perdonar no significa aprobar lo que se hizo ni excusar la ofensa. Significa retirar la barrera que tú mismo, con justicia o sin ella, habías levantado entre los dos. A veces, el otro sigue sin cambiar, pero la semilla del perdón queda plantada; y la semilla, aunque tarde, tiene el poder de germinar en el momento que yo disponga.
Cuando perdonas, te unes a mi manera de amar. Yo perdoné desde la cruz a quienes no pedían perdón, y ese perdón abrió caminos invisibles que siglos después siguen dando fruto. El perdón no es un pacto con el ofensor, sino un acto de confianza en que mi justicia y mi misericordia son mejores que tu juicio personal.
Hay casos en los que la persona que recibe tu perdón se sorprende, se desconcierta, incluso se resiste. Pero aunque no lo admita, algo dentro de ella ha sentido el impacto de esa decisión. Tal vez lo ignore durante años, hasta que en un momento de soledad recuerde tu gesto y sienta el peso caer de sus hombros.
Tú no puedes controlar si el otro cambiará o no; ese es mi trabajo. Pero sí puedes decidir vivir sin cadenas, y en esa libertad, ofrecerle al otro la oportunidad —aunque no la tome— de dejar las suyas.
El perdón que libera a ambos es un río que empieza en tu corazón y fluye hasta donde yo quiero llevarlo. No detengas ese río por miedo a que se desperdicie; en mi Reino, ninguna gota de perdón es inútil.
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