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Vivimos tiempos en los que los nacionalismos se fortalecen. Muchos buscan afirmar su identidad, recuperar dignidad o defenderse de abusos pasados. Pero con frecuencia ese impulso se convierte en exclusión, desprecio al que es distinto, e incluso odio al extranjero. Tú también viviste en un pueblo bajo dominación, con tensiones frente a otros pueblos. ¿Qué piensas de esos nacionalismos que levantan muros y separan?
Jesús:
El deseo de pertenecer a una tierra y a un pueblo es legítimo; yo mismo amé a Israel, recé en su lengua y celebré sus fiestas. Pero el amor a la patria se corrompe cuando se convierte en idolatría, cuando se levanta sobre el desprecio al otro o sobre la ilusión de ser superiores.
El Reino de Dios no tiene fronteras como los reinos de este mundo. El Padre no divide a sus hijos por naciones, lenguas o culturas. Cuando hablé con la samaritana, mostré que el amor de Dios no conoce barreras históricas. Cuando conté la parábola del buen samaritano, señalé que el verdadero prójimo no depende de un pasaporte, sino de la compasión.
El nacionalismo que excluye, que alimenta resentimientos y que busca su fuerza en el rechazo del extranjero, no puede dar fruto duradero. Solo si aprendéis a ver al otro como hermano, aunque piense distinto o venga de lejos, podéis acercaros al corazón del Reino.
No os pido que olvidéis vuestras raíces, porque son parte de vuestra historia y de vuestros dones. Pero sí os pido que no convirtáis esas raíces en cadenas que os encierren. Amad vuestra cultura, pero no despreciéis la del otro. Defended vuestra tierra, pero no neguéis la dignidad de quien busca refugio en ella.
Vuestra verdadera identidad no está en las banderas, sino en ser hijos amados de Dios. Quien lo descubre ya no teme a la diferencia, porque sabe que ninguna frontera puede romper la fraternidad que nace del Padre.
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