Conversaciones con Jesús (55) La tentación de confundir el éxito con la verdad.
Hola, Jesús:
En nuestra cultura, el éxito se mide en números: dinero, fama, seguidores, aplausos. A menudo se cree que aquello que triunfa debe ser verdadero, que lo que recibe aprobación masiva es lo correcto. Los políticos se justifican con votos, las empresas con beneficios, los artistas con ventas y reproducciones. ¿No corremos el riesgo de confundir la aceptación pública con la autenticidad, el brillo del éxito con la verdad?
Jesús:
El éxito es uno de los espejismos más poderosos de este mundo. Refleja lo que la mayoría quiere ver, no necesariamente lo que es verdadero. Lo que hoy brilla, mañana se apaga. La verdad, en cambio, no depende de modas ni de cifras: permanece, aunque nadie la aplauda.
En mi ministerio, muchos me siguieron cuando multiplicaba panes o sanaba enfermos, pero se apartaron al escuchar palabras que exigían conversión del corazón. Si la verdad se midiera por la cantidad de oyentes, habría que decir que fracasé. Sin embargo, fue en la soledad de la cruz donde la verdad se manifestó con mayor claridad: allí quedaba desnuda de prestigio, poder y reconocimiento, pero invencible en su esencia.
El éxito atrae porque alimenta el deseo humano de reconocimiento. Sin embargo, la verdad no busca halagos: revela, incomoda, transforma. Muchos que triunfan en apariencia construyen sobre arena, y lo que parece sólido se derrumba ante la primera tormenta. Y muchos que son considerados fracasados por el mundo brillan ante Dios, porque permanecieron fieles en lo pequeño y lo oculto.
El riesgo de confundir éxito con verdad es que termines viviendo para la aprobación externa en lugar de vivir desde la fidelidad interior. Entonces ajustas tu vida a lo que otros esperan, a lo que da prestigio o aplauso, y pierdes la capacidad de escuchar a la voz más profunda: la del Espíritu que te conduce a lo eterno.
El éxito puede ser fruto del engaño, de la manipulación o del halago. La verdad, en cambio, no necesita adornos ni defensores para sostenerse: es como la luz del sol, que ilumina aunque muchos cierren los ojos. Cuando la mayoría elige la mentira porque resulta cómoda, la verdad sigue siendo verdad, aunque solo uno la abrace.
Mira los ejemplos que la historia ofrece: hay ideologías que sedujeron multitudes y dejaron tras de sí ruinas y lágrimas. Hubo tiranos celebrados en plazas repletas que hoy son recordados con vergüenza. Al mismo tiempo, hombres y mujeres desconocidos, que nunca tuvieron éxito ante los hombres, sembraron semillas de compasión y justicia que aún dan fruto.
No rechaces el éxito si llega, pero examínalo. Pregunta siempre qué alimenta: si el ego o el servicio, si la vanidad o el amor. Si tu éxito te aleja de la verdad, se convierte en una cadena. Si permanece unido a lo que es bueno y justo, puede ser un instrumento de bien.
En el Reino de Dios, el criterio no es la fama ni la cantidad, sino la autenticidad. La semilla que cae en tierra y muere, esa que parece inútil e invisible, es la que da el fruto que permanece.
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En nuestra cultura, el éxito se mide en números: dinero, fama, seguidores, aplausos. A menudo se cree que aquello que triunfa debe ser verdadero, que lo que recibe aprobación masiva es lo correcto. Los políticos se justifican con votos, las empresas con beneficios, los artistas con ventas y reproducciones. ¿No corremos el riesgo de confundir la aceptación pública con la autenticidad, el brillo del éxito con la verdad?
Jesús:
El éxito es uno de los espejismos más poderosos de este mundo. Refleja lo que la mayoría quiere ver, no necesariamente lo que es verdadero. Lo que hoy brilla, mañana se apaga. La verdad, en cambio, no depende de modas ni de cifras: permanece, aunque nadie la aplauda.
En mi ministerio, muchos me siguieron cuando multiplicaba panes o sanaba enfermos, pero se apartaron al escuchar palabras que exigían conversión del corazón. Si la verdad se midiera por la cantidad de oyentes, habría que decir que fracasé. Sin embargo, fue en la soledad de la cruz donde la verdad se manifestó con mayor claridad: allí quedaba desnuda de prestigio, poder y reconocimiento, pero invencible en su esencia.
El éxito atrae porque alimenta el deseo humano de reconocimiento. Sin embargo, la verdad no busca halagos: revela, incomoda, transforma. Muchos que triunfan en apariencia construyen sobre arena, y lo que parece sólido se derrumba ante la primera tormenta. Y muchos que son considerados fracasados por el mundo brillan ante Dios, porque permanecieron fieles en lo pequeño y lo oculto.
El riesgo de confundir éxito con verdad es que termines viviendo para la aprobación externa en lugar de vivir desde la fidelidad interior. Entonces ajustas tu vida a lo que otros esperan, a lo que da prestigio o aplauso, y pierdes la capacidad de escuchar a la voz más profunda: la del Espíritu que te conduce a lo eterno.
El éxito puede ser fruto del engaño, de la manipulación o del halago. La verdad, en cambio, no necesita adornos ni defensores para sostenerse: es como la luz del sol, que ilumina aunque muchos cierren los ojos. Cuando la mayoría elige la mentira porque resulta cómoda, la verdad sigue siendo verdad, aunque solo uno la abrace.
Mira los ejemplos que la historia ofrece: hay ideologías que sedujeron multitudes y dejaron tras de sí ruinas y lágrimas. Hubo tiranos celebrados en plazas repletas que hoy son recordados con vergüenza. Al mismo tiempo, hombres y mujeres desconocidos, que nunca tuvieron éxito ante los hombres, sembraron semillas de compasión y justicia que aún dan fruto.
No rechaces el éxito si llega, pero examínalo. Pregunta siempre qué alimenta: si el ego o el servicio, si la vanidad o el amor. Si tu éxito te aleja de la verdad, se convierte en una cadena. Si permanece unido a lo que es bueno y justo, puede ser un instrumento de bien.
En el Reino de Dios, el criterio no es la fama ni la cantidad, sino la autenticidad. La semilla que cae en tierra y muere, esa que parece inútil e invisible, es la que da el fruto que permanece.
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