jueves, 21 de agosto de 2025

Hablar con Jesús (60) Los niños y los bebés.

Hola, Jesús: 

Cuando nace un bebé, me lo traen envuelto en su mantita para que le hable y le pida a Dios que lo bendiga, lo acompañe y lo cuide hasta su entrada en la vida eterna. 

Vivimos tiempos difíciles, por eso te pido por estos niños tan tiernos e inocentes que pronto se verán inmersos en un mundo de materialismo, ignorancia e impiedad. Yo te veo en la carita arrugada y sorprendida de estos recién nacidos que transmiten el amor y la inocencia con la que fueron creados. 

Querido Jesús, te necesitamos más que nunca. Sin ti estamos desorientados y el padre de la mentira tratará de engañarnos para que elijamos los peores caminos disfrazando el mal con apariencia de bien. 

Jesús:

Los niños son un reflejo de la pureza con la que el Padre creó al ser humano. Cuando contemplas el rostro de un bebé, ves un destello de esa inocencia primera, una transparencia que aún no ha sido oscurecida por el peso de los miedos, de los egoísmos o de las máscaras que los adultos se imponen. Por eso dije: «Dejad que los niños vengan a mí, porque de los que son como ellos es el Reino de los cielos».

Bendecir a un niño no es solo un gesto de ternura, sino un acto de fe: es confiar en que mi gracia puede acompañarlo desde su fragilidad y sostenerlo cuando empiece a caminar por un mundo lleno de ruidos y confusiones. Tú lo intuyes bien: crecer en un ambiente dominado por el materialismo, la indiferencia y la mentira es un riesgo grande. Pero los niños no están solos. El Padre los rodea de su amor invisible, y yo mismo los tomo en mis brazos a través de quienes los cuidan con verdad y con amor.

Los pequeños son maestros silenciosos. No hablan de poder, no buscan dominar, no esconden lo que sienten. Lloran cuando necesitan, sonríen cuando aman, confían sin reservas en los brazos que los sostienen. Y esa confianza, esa entrega natural, es la llave que abre el Reino. El adulto, en cambio, muchas veces se pierde en cálculos, sospechas y enredos, y termina encerrado en su propio temor.

Tú me pides que los cuide hasta la vida eterna. Esa súplica ya está grabada en mi corazón. Ninguna vida pequeña me es indiferente, ningún niño es invisible para mí. Lo que te toca a ti y a quienes me siguen es mostrarles, con paciencia y con ejemplo, que existe un amor más grande que todo lo que este mundo pueda ofrecerles. Educar en la fe no es imponer, sino acompañar; no es cargar de normas, sino abrir horizontes; no es apagar su frescura, sino encender en ellos la luz que ya traen.

El enemigo intentará siempre torcer los caminos, revestir de brillo lo que destruye, disfrazar el egoísmo de libertad. Pero la inocencia tiene una fuerza que él no comprende. Allí donde un niño ríe, donde es amado sin condiciones, el mal retrocede. Porque la verdadera fortaleza no se mide en riquezas ni en poder, sino en la capacidad de conservar limpio el corazón.

No temas por estos pequeños. Oren por ellos, enséñenles a hablar conmigo como a un amigo cercano, y denles con su ejemplo un testimonio de bondad y de justicia. Yo los guiaré, incluso en medio de un mundo confuso. Y cuando un niño me pertenece, cuando es enseñado a confiar en mí, ninguna mentira podrá arrebatarlo de mis manos.

La inocencia no es un estado pasajero: es una semilla eterna. Y cuando se riega con fe y con amor verdadero, florece en la vida eterna, donde ya no habrá llanto, ni engaño, ni peligro alguno. Allí, los niños serán plenamente lo que son: alegría pura en la presencia del Padre.

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