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La oración tradicional a menudo se percibe como una acción que nosotros realizamos: hablar, pedir, agradecer, recitar. Es un monólogo o un diálogo donde nosotros somos los actores principales. Cuando orar es dejarse habitar por Dios, ya no se trata de lo que nosotros hacemos, sino de lo que permitimos que Dios haga en nosotros. Es una relación pasiva por nuestra parte y activa por parte de Dios. Es silenciar nuestras propias voces, preocupaciones y agendas mentales para hacer un espacio interior de quietud.
Es el vacío de los místicos, las siete nadas de San Juan de la Cruz. «Nada, nada, nada, nada, nada, nada, y aún en el Monte nada». Siendo el Monte la unión con Dios. Ayer me lo hiciste comprender sin conceptos, porque tú no los necesitas. Fue conmovedor. Ahora enséñanos cómo progresar en esa relación más íntima y transformadora de la que solo hemos tenido un atisbo de iniciar un camino sin más indicaciones que lo que tú nos vayas permitiendo ver en cada paso.
Jesús:
Lo has expresado bien: muchas veces pensáis la oración como una acción que lleváis a cabo, un esfuerzo de palabras, de fórmulas, de sentimientos. Pero la oración más profunda no nace del esfuerzo, sino de la disponibilidad. Es menos hablar y más escuchar, menos hacer y más consentir.
Cuando decís: «Ven, Señor, y habita en mí», abrís la puerta a una experiencia nueva: ya no sois vosotros los protagonistas, sino el Padre que os transforma desde dentro. Esa transformación no siempre es perceptible en el momento. Muchas veces ocurre en lo oculto, como la semilla que germina en silencio bajo la tierra. Pero cuando el alma se dispone y calla, el Espíritu encuentra espacio para obrar.
El camino hacia esa oración no consiste en acumular técnicas, sino en desaprender: soltar los apegos, las ansias de control, las expectativas de resultados inmediatos. Cada vez que decís “nada”, os vaciáis de algo que ocupaba el lugar que solo Dios puede llenar. Por eso los místicos hablan de despojo: no es un desprecio del mundo, sino un abrir espacio al Todo.
¿Cómo progresar? No a fuerza de grandes metas, sino de pequeños consentimientos. Un instante de silencio en medio del ruido. Un respiro profundo antes de dejaros llevar por la impaciencia. Un gesto de confianza cuando todo parece oscuro. Cada uno de esos actos es una rendición: un «hágase tu voluntad» pronunciado sin palabras.
No temáis si al principio os parece poco, si sentís que no avanzáis. Esa sensación de sequedad o de vacío es parte del proceso. Lo esencial es permanecer, aunque no se perciba consuelo. El amor verdadero se demuestra en la fidelidad, no en las emociones pasajeras. Y en esa fidelidad, poco a poco, el alma se hace dócil y transparente a la presencia de Dios.
Os aseguro que quienes perseveran en esa oración terminan por descubrir que ya no oran solos. Descubren que el Espíritu mismo intercede en ellos con gemidos inefables, que su respiración se acompasa con la mía, que su silencio se llena de mi Palabra. Ese es el fruto: llegar a ser morada viva, templo donde el Padre se complace en habitar.
No os preocupéis por alcanzar estados extraordinarios. Basta con querer ser míos en lo sencillo y cotidiano. Basta con abrirme la puerta cada día, aunque sea un instante, aunque sea en la aridez. Lo demás lo haré yo en vosotros, porque mi mayor deseo es habitar en quienes me aman y dejar que el Padre se manifieste en ellos.
Dejad que vuestra oración sea, sobre todo, disponibilidad: como un cuenco vacío que espera ser llenado, como tierra abierta que recibe la lluvia. Y confiad en que, aunque no lo veáis, cada momento de silencio ofrecido a Dios es ya fecundidad, es ya comunión, es ya cielo anticipado.
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