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En tu trato con las personas, incluso con quienes la sociedad despreciaba o condenaba, parecía que mirabas más allá de sus errores y veías algo que los demás no podían ver. ¿Cómo es posible mirar así?
Jesús:
La mayoría de las miradas se detienen en la superficie, y la superficie suele estar marcada por fallos, heridas y defensas. Quien vive condicionado por el juicio ajeno aprende a mostrar sólo una parte de sí, y muchas veces es la parte endurecida, la que oculta la fragilidad.
Cuando yo miraba a una persona, no buscaba primero sus errores, sino su origen. Y el origen de cada ser humano es el mismo: una vida querida por Dios, una chispa que lleva en sí la huella de su Creador. Esa verdad permanece incluso cuando está cubierta por el polvo del pecado o por las sombras de la culpa.
Ver más allá del error no es negar que exista. Yo veía el pecado, y lo nombraba, pero no lo confundía con la identidad de la persona. El error puede ser profundo, y sus consecuencias, dolorosas; pero no es lo último ni lo definitivo en nadie. Cuando se ama así, la compasión no es debilidad: es la fuerza de reconocer que la persona vale más que su caída.
La compasión nace de entender que el mal no surge de la nada. A menudo tiene raíces en el miedo, en la ignorancia, en el dolor no sanado. Si te detienes a escuchar, descubrirás que detrás de muchas acciones equivocadas hay un corazón que se sintió solo, amenazado o sin salida. Esto no justifica la acción, pero sí explica por qué el camino de regreso pasa primero por ser visto y escuchado.
Cuando levantas a alguien, no lo haces con reproches, sino con una mirada que dice: Veo que no eres tu error. Esa mirada tiene poder, porque recuerda a la persona que todavía puede elegir el bien. Muchos no cambian porque nadie les ha mostrado que es posible ser distintos.
En cambio, el juicio frío encierra a la persona en su pasado. El perdón, cuando nace de la compasión, abre un futuro. Yo no le decía a la mujer sorprendida en adulterio que su acción fuera correcta; le dije: “Vete, y no peques más”. Pero antes de decir eso, la protegí del apedreamiento, para que supiera que su vida tenía valor. Esa seguridad es lo que le permite a alguien intentar un nuevo comienzo.
Para mirar con compasión, no basta con proponérselo: hay que aprender a ver con los ojos del Padre. Pídele que te muestre cómo Él ve a la persona que tienes delante. A veces no sentirás afecto, pero sí podrás decidir no reducirla a su error. Esa elección repetida es la que transforma tu mirada.
La compasión no es un sentimiento pasajero; es un modo de ver que devuelve a los demás la dignidad que creían perdida. Y cuando haces eso, tu mirada también se convierte en una semilla de esperanza en el corazón del otro.
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