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Esta tarde estaba extenuado por el calor. Ni el aire acondicionado es suficiente para soportarlo. En esta isla, en cuanto la temperatura sube de 33º, el calor se me hace insoportable. Entonces se me ocurrió ofrecerle a Dios mi sufrimiento por quienes te odian o, simplemente, no creen en ti. Es la primera vez que hago tal cosa, pero ahora veo que reconvertir nuestro sufrimiento —uniéndolo al tuyo en la cruz— puede tener un valor espiritual para uno mismo y para otros.
Me gustaría profundizar más en esta idea.
Jesús:
El sufrimiento, por sí mismo, no tiene poder para transformar. Puede endurecer el corazón o volverlo amargo. Pero cuando lo unís a mí, cuando lo ofrecéis al Padre en comunión con mi cruz, adquiere un valor nuevo: se convierte en oración, en intercesión, en semilla de redención.
En mi vida os mostré esto: no evité el dolor, no huí de la cruz, sino que la acepté como camino de amor. El sufrimiento que me impusieron los hombres se volvió, en las manos del Padre, fuente de salvación. Esa es la clave: lo que parecía absurdo y cruel se transformó en gracia cuando fue ofrecido con amor.
Vosotros podéis participar de esa dinámica. Cuando el calor os agobia, cuando la enfermedad os debilita, cuando las incomprensiones hieren, tenéis dos opciones: o dejar que ese peso os encierre en vosotros mismos, o elevarlo hacia Dios con sencillez. En ese instante, el dolor se convierte en don, en acto de entrega que une vuestra pequeñez a mi sacrificio.
No penséis que es necesario buscar sufrimientos extraordinarios. Basta con lo cotidiano: el cansancio de cada día, las molestias del cuerpo, las preocupaciones que os inquietan. Si lo ofrecéis con humildad, si decís: «Padre, recibe esto por amor, por quienes están lejos de ti», ya estáis participando en mi obra redentora.
Este ofrecimiento tiene un doble fruto. Primero, en vosotros: el sufrimiento deja de ser enemigo y se vuelve ocasión de gracia. Os ayuda a crecer en paciencia, en fortaleza, en desapego, en amor purificado. Segundo, en los demás: el Padre toma esa ofrenda y la hace fecunda, de un modo que vosotros no podéis medir ni controlar. Así como una semilla muere para dar vida, así también vuestra entrega escondida puede abrir caminos de gracia para otros.
Recordad, sin embargo, que Dios no os pide buscar el dolor por sí mismo. No es un culto al sufrimiento lo que agrada al Padre, sino el amor que transforma el sufrimiento en ofrenda. Lo esencial no es cuánto sufrís, sino cuánto amáis en medio de ello.
Por eso, cada vez que el calor os agobie, cada vez que la debilidad os pese, podéis repetir en silencio: «Jesús, me uno a ti. Haz de este momento un lugar de gracia». Esa oración sencilla os unirá a mí más de lo que imagináis.
Así el sufrimiento, en vez de ser un muro, se convierte en un puente. Y aprendéis a descubrir que nada, ni siquiera el dolor más pequeño, se pierde cuando se entrega al Padre con amor. Todo puede ser redimido, todo puede ser fecundo, todo puede convertirse en semilla de vida eterna.
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