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Vivimos en una época en la que el placer parece ser el centro de todo: consumir, divertirse, experimentar constantemente algo nuevo. Muchos dicen que cada uno tiene derecho a vivir como quiera, y que mientras haya placer no importa mucho el resto. ¿Qué ocurre cuando el placer se convierte en el centro de una vida?
Jesús:
El placer es un don, no un enemigo. Fue puesto en la vida para alegrar el corazón, para dar descanso al cuerpo, para celebrar la existencia. Pero cuando se transforma en el fin último, deja de liberar y empieza a esclavizar. El que vive solo para el placer nunca está saciado: su alegría depende de lo que cambia, y su felicidad se disuelve en cuanto desaparece el estímulo.
El problema no es disfrutar, sino buscar en el placer lo que solo el espíritu puede dar. El placer calma momentáneamente, pero no llena el vacío del alma. Por eso quien se entrega al hedonismo acaba corriendo tras un horizonte que siempre se aleja. Cree que la próxima experiencia le dará sentido, pero solo obtiene un deseo más fuerte y una frustración más profunda.
El hedonismo no conduce a la libertad, sino a la dependencia. Quien se habitúa a vivir solo de sensaciones ya no soporta el silencio, ni la espera, ni la renuncia. Pierde la capacidad de asombro y de gratitud, porque todo se reduce a lo que le produce satisfacción inmediata. El corazón, en lugar de expandirse, se encoge.
No te digo que rechaces la alegría, sino que la pongas en su lugar. Celebra los dones de la vida, agradece lo que recibes, comparte lo que disfrutas. Pero no confundas los medios con el fin. El sentido no se encuentra en acumular experiencias, sino en vivir en la verdad, en amar, en entregarse. Es ahí donde el gozo ya no depende de las circunstancias y donde el corazón descansa.
El hedonismo promete libertad, pero ofrece vacío. El camino del Reino parece más austero, pero su fruto es duradero: paz, alegría, confianza. El placer no es malo; lo malo es hacer de él un dios. Y ningún ídolo sostiene al hombre por mucho tiempo.
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