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En las sociedades antiguas, los ancianos eran respetados y consultados para tomar decisiones importantes. Como dice Levítico 19:32: «Delante de las canas te levantarás, y honrarás el rostro del anciano, y de tu Dios tendrás temor». Su experiencia y sabiduría guiaban a las generaciones más jóvenes, aportando estabilidad y perspectiva.
Sin embargo, en las sociedades europeas actuales, especialmente en mi país de origen, la obsesión por la juventud está generando consecuencias preocupantes. En la política, muchos líderes jóvenes carecen de la experiencia necesaria para abordar problemas complejos. Aunque su frescura y energía son valiosas, a menudo no han tenido tiempo de desarrollar una visión profunda ni de aprender de los errores que forjan la humildad.
Además, su rechazo al dogmatismo a veces los lleva a convertir ideas poco fundamentadas en principios rígidos, promoviendo políticas que carecen de rigor científico o histórico. Por ejemplo, la idea de progreso y sus implicaciones en la práctica. Este enfoque, lejos de innovar, puede imponer propuestas superficiales que afectan negativamente a la sociedad. Es crucial recuperar un equilibrio que valore tanto la energía de la juventud como la sabiduría de la experiencia.
Jesús:
El respeto a los ancianos no era solo una costumbre en Israel, sino un mandamiento inscrito en la vida del pueblo: "Honra a tu padre y a tu madre". Con ello, no se pedía únicamente obedecer en la niñez, sino reconocer que la vida se sostiene en una herencia que no hemos construido solos. Quien desprecia a los mayores corta las raíces de donde bebe su propio futuro.
Es verdad que la juventud aporta vigor, creatividad y capacidad de riesgo; todo eso es necesario para que la sociedad no se estanque. Pero sin la memoria de los mayores, ese impulso se vuelve frágil y puede extraviarse fácilmente. La sabiduría no se improvisa, se cosecha con años de lucha, de errores asumidos, de dolores atravesados y de alegrías compartidas. Los ancianos son, en ese sentido, bibliotecas vivientes que transmiten no solo conocimientos, sino la capacidad de interpretar la vida con serenidad y hondura.
El problema no está en la juventud en sí, sino en una cultura que idolatra la novedad y desprecia lo que llama "viejo". Así, los jóvenes se ven empujados a inventar desde cero, sin escuchar ni aprender, y los ancianos son arrinconados como si ya no tuvieran nada que ofrecer. Esta ruptura entre generaciones es una herida para todos: los mayores sufren la soledad y el despojo de dignidad; los jóvenes pierden la riqueza de un legado que podría darles profundidad y sostén.
Recuerda que yo mismo crecí en un hogar donde José y María me transmitieron la fe, las costumbres y el sentido de la vida. Y en mi ministerio, no dejé de acercarme tanto a los niños como a los mayores. El Reino de Dios necesita de ambos: la frescura de los primeros y la sabiduría de los segundos. Un pueblo que sabe sentar en la misma mesa a jóvenes y ancianos descubre el rostro de Dios, porque allí la vida se reconoce como un don compartido que atraviesa todas las edades.
Honrar a los ancianos no significa idealizarlos ni pensar que no cometen errores, sino reconocer en ellos una fuente de experiencia que puede iluminar el presente. Cuando los jóvenes se dejan guiar sin orgullo y los ancianos transmiten sin amargura, el círculo de la vida se hace fecundo.
Toda sociedad que margina a sus mayores está construyendo sobre arena, porque desprecia su propia historia. Pero aquella que los acoge y escucha edifica sobre roca, porque aprende a mirar más allá del instante y se prepara mejor para el futuro.
Yo estoy con cada anciano que se siente olvidado. Y bendigo a todo joven que sabe escuchar, porque en su humildad ya empieza a ser sabio.
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