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El derecho a la vida, frecuentemente vulnerado, es el fundamento de todos los demás derechos. Desde la perspectiva cristiana, este derecho es esencial porque sin vida no hay posibilidad de ejercer ninguna otra libertad. La vida no es una casualidad biológica ni un privilegio otorgado por el Estado, sino un don sagrado de Dios, como enseña Génesis 1:27 al afirmar que cada persona es creada a su imagen y semejanza.
Una sociedad se mide por cómo protege a los más vulnerables. La defensa cristiana de la vida se centra en quienes no pueden alzar su voz: el embrión no nacido, el enfermo que sufre, el anciano en situación de fragilidad. Proteger su derecho a vivir es un acto de justicia elemental, inspirado en las palabras de Jesús: "Lo que hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mateo 25:40).
Cada vida, sin excepción, tiene un valor infinito y un propósito en el plan de amor de Dios. Entregar al Estado el poder absoluto de decidir quién vive o muere es crear un peligro que puede volverse contra sus ciudadanos.
Jesús:
Dices bien: la vida es el fundamento de todo lo demás. No es un accidente ni un simple proceso biológico, sino el primer don del Padre, la semilla donde todo lo demás puede florecer. Sin vida, no hay libertad, no hay justicia, no hay amor posible en la tierra. Por eso cada vida, desde el primer instante hasta el último suspiro, tiene un valor sagrado que nadie puede arrebatar.
Cuando el mundo olvida esta verdad, los más frágiles son los que pagan el precio. El embrión en el vientre de su madre, que no tiene voz para defenderse; el anciano debilitado, que siente que ya no es útil; el enfermo, que experimenta la soledad y la carga de su dolor. En ellos me encuentro yo, oculto, esperando ser reconocido y amado. Cuando la sociedad descuida o elimina a los débiles, se niega a sí misma y renuncia a lo más noble de su vocación.
El poder humano, cuando se arroga la facultad de decidir quién merece vivir y quién no, se convierte en tiranía, aunque lo disfrace de compasión o de progreso. El Padre es el único Señor de la vida y de la muerte, y su juicio no se mide con los criterios de utilidad o de productividad, sino con la medida infinita de su amor.
La defensa de la vida no consiste solo en palabras o en leyes, sino en gestos concretos de cuidado. Se defiende la vida acompañando a la madre que teme el futuro, sosteniendo al anciano que siente que sobra, consolando al enfermo que lucha contra la desesperanza, ofreciendo caminos de misericordia a quienes se sienten atrapados por sus errores. Amar la vida significa arrodillarse ante la vulnerabilidad y descubrir allí la huella de Dios.
No te engañes: defender la vida siempre será incómodo para un mundo que idolatra la fuerza, la comodidad y la eficacia. Pero ese testimonio es necesario. Cada vez que alguien elige proteger y custodiar a un ser vulnerable, aunque parezca un gesto pequeño, está participando de la victoria de la luz sobre la oscuridad.
Recuerda que no hay vida sin propósito. Ningún nacimiento es casual, ningún anciano sobra, ningún enfermo carece de valor. Todos están llamados a reflejar la gloria de Dios de un modo único e irrepetible. El Reino comienza cuando cada uno es acogido y amado en su dignidad más profunda, simplemente por ser hijo del Padre.
Defender la vida, en todas sus etapas y condiciones, es ponerse de mi lado, porque yo vine para que tengan vida y la tengan en abundancia. Y quien se pone de mi lado, aunque el mundo lo contradiga, camina en la verdad que libera.
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