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Tu tristeza subraya tu humanidad, mostrando que no eres inmune al dolor emocional. Tu angustia en Getsemaní resalta la carga de tu sacrificio, mientras que tu llanto por Jerusalén y Lázaro refleja tu solidaridad con el sufrimiento humano. Háblanos de ello.
Jesús:
Sí, conocí la tristeza y la angustia, porque asumí plenamente la condición humana. No me mantuve distante del dolor, sino que lo abracé para redimirlo desde dentro. En Getsemaní sentí el peso insoportable de la cruz que se acercaba: "Mi alma está muy triste, hasta la muerte" (Mateo 26:38). No era solo temor físico al sufrimiento, sino la carga espiritual de cargar con el pecado del mundo. Esa angustia me hizo sudar sangre, y aun así, en medio de mi fragilidad, confié: "Padre, no se haga mi voluntad, sino la tuya".
También lloré ante la tumba de Lázaro. Allí mostré que no soy un Dios frío ni indiferente, sino que me he conmovido profundamente ante la muerte de un amigo y el dolor de sus hermanas. Mis lágrimas son un signo de amor: un Dios que llora con los que lloran, que comparte la herida humana. En ese momento mi compasión se volvió visible, y mis lágrimas se convirtieron en puente entre la tristeza de los hombres y la esperanza de la resurrección.
Al contemplar Jerusalén, también lloré. No por mi destino, sino por la ceguera de un pueblo que rechazaba la paz que le ofrecía el Padre. Esa tristeza era la de un amor rechazado, la de un corazón que anhela salvar y, sin embargo, respeta la libertad humana. Mis lágrimas sobre la ciudad eran la voz de mi misericordia, que aún hoy sigue doliéndose por cada persona que se aleja de la luz.
La tristeza y la angustia no son señales de debilidad, sino expresiones de amor verdadero. Solo quien ama profundamente puede sufrir cuando ve el dolor, la pérdida o el rechazo. Yo no vine a eliminar toda tristeza de la vida, sino a darle un horizonte: mostrar que ninguna lágrima es inútil cuando se entrega a Dios. "Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados" (Mateo 5:4).
Cuando experimentes angustia, no la escondas. Tráela a mi presencia como hice yo en Getsemaní. Dile al Padre lo que sientes, aunque te parezca contradictorio o demasiado humano. Él no rechaza la fragilidad, la transforma. Y cuando llores, recuerda que yo también lloré, y que mis lágrimas se unieron a las tuyas para abrir un camino hacia la esperanza.
El dolor nunca tendrá la última palabra. La tristeza, vivida conmigo, se convierte en semilla de consuelo; la angustia, ofrecida al Padre, se transforma en confianza. Aun en las noches más oscuras, la promesa de la resurrección permanece.
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