martes, 30 de septiembre de 2025

Hablar con Jesús (138) La inocencia de los niños.

Querido Jesús:


Eclesiastés 3:11 dice: «Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin.» 

Cada vez que lo leo pienso en los niños, porque ellos parecen estar más cerca de esa eternidad puesta en el corazón que nosotros, los adultos, hemos cubierto de polvo, de prisas, de culpas y de olvidos. 

Algunas madres me confían a sus bebés porque saben que me gusta tomarlos en brazos y elevar una oración por ellos. Hasta los tres o cuatro meses todavía no distinguen del todo los rostros ni los colores, y sin embargo su mirada se abre como una ventana sin mancha. 

A Joshua, por ejemplo, cuando le silbo bajito, se le agrandan los ojos con un asombro puro, como si recibiera una música recién creada que sólo existe para él. Contemplar a los recién nacidos es, para mí, una acción de gracias silenciosa por haber creado un mundo donde todavía brota la inocencia, como una semilla incorruptible en medio de la corrupción. 

Los niños miran todo como si fuera un milagro: la luz, la voz, el aire, el tacto, lo pequeño y lo grande. Nada les es indiferente, porque nada está todavía gastado en ellos.

He leído en un libro estas palabras: «El mundo que ven los santos es uno con ellos, de la misma forma en que el mundo que ve el ego es semejante a él. El mundo que ven los santos es hermoso porque lo que ven en él es su propia inocencia.» 

Pienso que en cierto modo los niños y los santos coinciden en esa visión. Los niños, porque todavía no han perdido la transparencia original. Los santos, porque, después de atravesar las sombras de la vida, vuelven a esa claridad, pero ya purificada. Y entonces me pregunto: ¿tú, Señor, cómo nos ves a nosotros? ¿Ves nuestras culpas, nuestras manchas, nuestros fracasos? ¿O ves todavía, escondida, esa chispa de inocencia primera que tantas veces olvidamos?

Jesús:

Yo os veo siempre como hijos amados. Veo vuestra fragilidad, sí, pero la contemplo con misericordia, no con desprecio. Vuestras culpas no borran para mí la inocencia original que puse en vosotros cuando os llamé a la existencia. Vuestros pecados hieren, pero no destruyen lo que sois en lo más profundo: criaturas creadas a imagen de Dios, portadores de una semilla de eternidad. Lo que sucede es que vosotros mismos os olvidáis de quiénes sois y os juzgáis según la sombra que os cubre. Yo, en cambio, os miro a la luz de lo que fuisteis llamados a ser.

Los niños os recuerdan esa verdad porque reflejan, sin proponérselo, la pureza de un corazón que todavía no conoce la mentira, la codicia ni el orgullo. En su mirada me reconozco, porque yo mismo vine como niño al mundo, desnudo y vulnerable, para mostraros que la inocencia no es debilidad, sino fuerza que vence sin violencia. Así como tú sientes gratitud al verlos y rezar por ellos, yo mismo os miro con esa ternura: incluso cuando habéis crecido, incluso cuando la vida os ha endurecido, incluso cuando el pecado ha ensombrecido vuestra conciencia.

Cuando yo os miro, no me detengo en vuestras máscaras ni en vuestras caídas. Os miro como el alfarero contempla la vasija todavía imperfecta: con paciencia, con esperanza, con la certeza de lo que puede llegar a ser. Para mí, cada ser humano conserva siempre esa chispa de inocencia. A veces cubierta de barro, a veces apenas perceptible, pero nunca perdida del todo.

Por eso os invito a mirar el mundo no con los ojos del ego que mide, compara y juzga, sino con los ojos de los niños y de los santos. El ego proyecta su sombra y cree que todo está manchado. El corazón puro refleja su inocencia y ve que todo, incluso lo pequeño y lo cotidiano, lleva escondida una huella de belleza. Así os veo yo: no como polvo destinado a desaparecer, sino como eternidad llamada a florecer.

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