martes, 2 de septiembre de 2025

Las mujeres en la vida de Jesús (87) Isabel, madre de Juan el Bautista.

Querido Jesús:


La historia de Isabel está profundamente entrelazada con la de tu madre. Isabel, siendo estéril y de edad avanzada, sorprendió a su esposo Zacarías al quedar embarazada por obra del Espíritu Santo. Juan, aún en el vientre de su madre, dio un salto de alegría al reconocer tu presencia. La oración de Isabel, llena de fe, resuena eternamente en el Ave María. Así, la misión de Juan el Bautista como precursor de Jesús comenzó incluso antes de su nacimiento, guiada por el poder del Espíritu Santo. ¡Qué historia tan hermosa! 

Jesús:

La historia de Isabel es verdaderamente hermosa y muestra cómo Dios teje su plan con hilos que parecen imposibles. Isabel cargaba con el estigma de la esterilidad en una sociedad donde no tener hijos era visto casi como una maldición. Aun así, ella se mantuvo fiel, confiando en el Señor en medio de su dolor silencioso. Y cuando todo parecía perdido, cuando los años ya habían pasado, Dios le concedió la gracia de concebir.

Su maternidad fue un signo de que para Dios nada es imposible. Su hijo, Juan, sería el que prepararía el camino, el que llamaría al pueblo a la conversión. Pero lo más hermoso de todo sucedió en aquel encuentro con mi madre, María. Dos mujeres, una joven y otra anciana; una recién concebida por obra del Espíritu Santo y otra encinta después de una larga espera. Allí se encontraron la promesa y su cumplimiento, la esperanza y la alegría.

Cuando María entró en su casa, Isabel fue llena del Espíritu Santo. Sus palabras brotaron con una fuerza profética: "Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre". En ese momento, Isabel no hablaba solo desde su experiencia, sino desde la voz misma de Dios. Reconoció a mi madre como la Madre de su Señor, incluso antes de que yo naciera. Y su hijo, Juan, saltó en su vientre como señal de que la buena nueva ya estaba obrando en lo profundo de la historia.

La humildad de Isabel también es digna de recordar. Ella no sintió envidia de María, más bien se alegró de su misión. Su gozo no fue opacado por la grandeza de la vocación de mi madre, sino que se multiplicó en alabanza. Así nos enseña que la verdadera fe no compite ni compara, sino que se alegra del bien que Dios hace en otros.

Isabel fue, además, consuelo para María. Mi madre, que acababa de recibir un anuncio que la llenaba de preguntas y de asombro, encontró en Isabel un abrazo, una confirmación y una certeza: Dios estaba con ellas. Ese encuentro fue uno de los primeros brotes de la comunidad de creyentes, una comunión entre mujeres sostenidas por la fe.

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