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Para cerrar este ciclo de conversaciones, me gustaría plantearte algunas preguntas que aún tengo pendientes, ya que tus respuestas son para mí mucho más valiosas que las de los teólogos más prestigiosos. Una cuestión que me intriga profundamente es por qué y quiénes te condenaron a muerte.
Jesús:
Tu pregunta toca el centro mismo de mi misterio. Mi condena no fue el resultado de un solo motivo ni de un solo grupo de personas, sino la confluencia de fuerzas humanas y espirituales.
Los dirigentes religiosos de mi tiempo vieron en mí una amenaza. Yo denunciaba su hipocresía, su manipulación de la Ley y su dureza de corazón. Ellos habían convertido la casa de mi Padre en un mercado y la fe en un sistema de cargas insoportables. Mi enseñanza sobre el Reino de Dios ponía en tela de juicio su autoridad y su manera de controlar al pueblo. Por eso buscaron cómo silenciarme.
Los poderes políticos también jugaron su parte. Roma veía con recelo cualquier movimiento que pudiera agitar a las multitudes. Yo no había venido a organizar una revuelta política, pero mi entrada en Jerusalén, aclamado como rey, podía interpretarse como un desafío al poder imperial. Pilato sabía que no era culpable de crimen alguno, pero prefirió lavarse las manos y conservar la paz antes que defender la justicia.
El pueblo, dividido, osciló entre la esperanza y la decepción. Muchos me seguían esperando milagros y liberación inmediata de la opresión romana. Cuando comprendieron que mi Reino no era de este mundo, se sintieron defraudados. La misma multitud que me recibió con ramos de olivo gritó después “¡Crucifícale!”.
Pero más allá de las decisiones humanas, hubo un trasfondo más profundo: la batalla contra el mal mismo. Yo cargué con el pecado del mundo, con la violencia, la injusticia y el odio que se habían acumulado desde el origen de la humanidad. No fui condenado solo por los fariseos o por Roma: fui entregado por toda la humanidad herida, incapaz de reconocer al Dios que vino a salvarla.
Sin embargo, esa condena se transformó en victoria. Lo que parecía un fracaso fue el camino elegido por el Padre para abrir las puertas de la salvación. Mi cruz no es únicamente el fruto de la maldad humana: es también la prueba de un amor que no se dejó detener ni por el odio ni por la muerte.
En resumen: me condenaron el miedo, el poder mal usado, la hipocresía y la ceguera. Pero por encima de todo eso, mi entrega fue voluntaria. Nadie me quitó la vida; yo la di libremente, para que en mí todos tuvieran vida en abundancia.
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