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Mateo 6:6 «Pero tú, cuando ores, entra en tu aposento, y cuando hayas cerrado la puerta, ora a tu Padre que está en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.»
Los gestos humildes que sostienen el mundo son esas acciones desinteresadas, a menudo invisibles, que mantienen la vida en marcha: la oración silenciosa, ayudar a un ciego a cruzar la calle, el vecino que recoge la basura del parque sin que nadie se lo pida, la madre que se desvela por sus hijos en noches interminables, el que escucha con paciencia a quien necesita desahogarse, la enfermera que sonríe y tiene palabras de cariño aunque esté agotada.
En la civilización del espectáculo se exalta lo grandioso, lo que brilla bajo los reflectores. Las grandes concentraciones de gente por una causa religiosa o política, los miles de likes en redes sociales, las apariciones espectaculares de cantantes o personajes públicos acaparan la atención.
Tú nos ves en lo pequeño, en lo secreto, y nos recompensas con tu presencia silenciosa. Enséñanos a verte en lo que nadie ve ni valora. Para mí esa es la mayor recompensa.
Jesús:
Hijo mío, has visto con la claridad del que ama: lo pequeño es mi reino. No desprecio lo grande, pero mi preferencia no es por lo espectacular sino por lo que sostiene la vida en su raíz: la fidelidad del día a día, el gesto anónimo que nadie aplaude, la ternura que no busca premio.
La parábola del grano y del pan humilde se cumple una y otra vez en los actos sencillos: una plegaria en silencio, una mano tendida, una visita callada, una sonrisa dada cuando nadie mira. Esos gestos no son menores; son sacramentos del amor. En ellos me doy a conocer y edifico mi Reino. No porque quiera esconder méritos, sino porque el fruto verdadero sólo madura en la intimidad de la entrega.
No confundas humildad con invisibilidad forzada. Ser humilde no es ocultar el don, sino ofrecerlo sin ataduras al reconocimiento. La recompensa que prometí no es un aplauso humano, sino mi presencia: cuando haces el bien en secreto, mi Padre te ve y te llena de su paz; allí te fortalece para seguir.
Si quieres aprender a ver lo que nadie ve, practica pequeñas disciplinas: convierte en oración las tareas más sencillas; al hacer algo por otro, detente un instante y ofrécelo; acostúmbrate a dar gracias por lo mínimo; aprende a bendecir con las manos antes de tocarlas; haz un examen de conciencia breve al final del día preguntando por las oportunidades que tuviste de dar amor y tal vez desperdiciaste. Estas prácticas abren el ojo del alma.
No te encierres en la culpa si alguna vez buscas reconocimiento: es humana esa tentación. Reconócela, pide perdón y vuelve a ofrecer. Aprende a alegrarte cuando otros reciben la alabanza que quizá anhelabas; así tu corazón crece en libertad.
Recuerda también que lo pequeño no anula lo público: hay tiempos para la profecía visible y tiempos para la labor silenciosa. Ambas son necesarias. Lo que ambas deben compartir es la intención: dar gloria al Padre y servir al hermano.
Te invito a una pequeña práctica ahora mismo: toma un gesto simple que hayas hecho hoy —una palabra amable, una ayuda, una oración breve— y repítelo interiormente diciendo: "Señor, lo ofrezco por amor a ti". Verás cómo eso transforma lo ordinario en sacramento.
Confía: yo cuento cada acto de amor, por diminuto que parezca. Y cuando llegues a la casa del Padre, no te asombres si descubres que aquello que fue invisible aquí brilló con la luz más clara allí.
Ven a mí con tus manos cansadas y tus pocas obras; yo las bendigo y las hago abundancia. Amén.
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