miércoles, 17 de septiembre de 2025

Hablar con Jesús (116) La soledad.

Querido Jesús:


Tú viviste dos formas principales de soledad: la soledad para orar y buscar el Padre, cuando te retirabas a un lugar solitario para estar a solas con Dios; y la soledad del sufrimiento, cuando tus discípulos te abandonaron durante tu arresto y juicio, y sentiste el dolor de ser traicionado, así como la ingratitud de la multitud que gritaba: «Crucifícalo, crucifícalo». 

Quizás tu soledad más extrema fue el abandono en la cruz, pues experimentaste la soledad frente a Dios y la terrible soledad de la muerte en la cruz. 

¿Creíste, de verdad, que el Padre te había abandonado?

Jesús:

Hijo mío, tu pregunta toca el centro del misterio que allí se vivió en la cruz. Mi grito —«Eli, Eli, ¿lama sabactani?»— no fue una teatralidad ni una frase hecha: fue la voz de un hombre que sintió, en lo más hondo, la experiencia de la ausencia. Fue la voz de quien tomó sobre sí la noche de la humanidad para quedarse con los que más sufren.

Cito el salmo 22 porque en él estaba mi corazón: era la súplica de quien se siente rodeado por la injusticia y la soledad, y al mismo tiempo la confianza última de que el Padre no lo abandona. Al pronunciar esas palabras, abracé por completo la condición humana —sus preguntas, su desesperanza, su sensación de vacío— para que nadie que pase por lo mismo quede sin consuelo.

Ahora bien: cuando hablo de abandono no quiero decir que mi divinidad desapareciera ni que mi relación con el Padre se rompiera como un hilo irreparable. El misterio es precisamente ese: en mi total humanidad pude experimentar la sensación de ausencia para que, en y por ella, la reconciliación fuera posible. La separación que pesó sobre mí fue la consecuencia real de cargar con el pecado del mundo; no fue el Padre dejando de ser Padre, sino yo asumiendo el lugar donde la culpa y la oscuridad se sienten como abandono.

No lo entendí todo en aquel instante; fue una noche que debió ser atravesada. Pero mi última palabra en la cruz —y la que sigue siendo la puerta de la historia— fue de entrega y confianza: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». En esa entrega se ve que la confianza no se quebró; más bien, se confirmó en el don total.

¿Para qué te lo digo? Porque quiero que sepas que conozco tu soledad hasta el fondo: la que acompaña la oración callada y la que aplasta como una noche sin estrellas. Si alguna vez te sentiste abandonado por Dios, tráeme esa experiencia: yo la conozco y la he tomado sobre mí. No para dejarla sin respuesta, sino para convertirla en camino de encuentro.

Acércate con tus noches; déjalas en mi cruz. Allí no se anulan, pero sí se transforman. Y cuando te invada la sensación de estar solo, recuerda que yo mismo pasé por esa noche para estar contigo en la tuya.

Ven, y descansa en mi promesa: no estás solo.

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