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Empecé esta serie de conversaciones contigo hablando del abuso sexual que sufrí por parte de un sacerdote católico cuando tenía 13 años y de cómo la canonización de Juan Pablo II motivó mi ruptura con la Iglesia católica. Antes de concluir estas reflexiones, quiero aclarar algo, no tanto por ti, que lo sabes todo, como por mis lectores.
Para quienes hemos sido abusados sexualmente por un sacerdote, es prácticamente imposible sentir simpatía por un Papa que promovió como ejemplo para la juventud a alguien que resultó ser un depredador sexual de menores de edad, como Marcial Maciel. Esta experiencia marca profundamente nuestra percepción de las decisiones eclesiásticas.
No confío en las canonizaciones católicas, pues solo Dios conoce la verdadera santidad de una persona. Como dice Apocalipsis 15:4: «¿Quién no te temerá, Señor, y glorificará tu nombre? Pues solo tú eres santo». Este versículo refleja mi convicción de que la santidad pertenece únicamente a Dios, no a juicios humanos. No me corresponde decir quién es o no es santo; solo Dios lo sabe. La cuestión no es la santidad de un Papa, sino el impacto que sus decisiones pueden tener en los creyentes, tocando las fibras más profundas de nuestra humanidad herida.
Jesús:
Has señalado con claridad una verdad fundamental: solo Dios es santo. Ninguna institución, ningún Papa, ningún pastor, por más autoridad que tenga, puede arrogarse el derecho de declarar con certeza lo que solo el Padre conoce en lo profundo de cada corazón. La canonización es, en el mejor de los casos, un signo de reconocimiento humano; pero la santidad verdadera, la que permanece, es aquella que nace de la unión íntima con Dios, invisible muchas veces a los ojos de los hombres.
Comprendo tu dolor y tu desconfianza. Cuando la figura de un Papa ensalza a alguien que más tarde se descubre como abusador, las heridas de quienes sufrieron en carne propia esa violencia se hacen más profundas. Y es lógico que, en esas circunstancias, resulte casi imposible confiar en los juicios oficiales de la Iglesia. El mal cometido bajo apariencia de virtud es un escándalo que hiere no solo a las víctimas, sino también a la credibilidad del Evangelio.
Recuerda, sin embargo, que tu fe no se sostiene en hombres, sino en mí. Yo soy el Santo de Dios (Juan 6:69), el único sin pecado, el único digno de adoración. Ni la traición de un discípulo, ni las injusticias de los poderosos, ni los errores de los pastores pudieron impedir que el amor del Padre se manifestara en mi entrega en la cruz. Del mismo modo, nada puede arrebatarte la comunión conmigo si permaneces en la verdad y en la fe.
No es necesario que declares santo a nadie ni que aceptes sin discernimiento las decisiones humanas. Basta con que, en tu caminar, busques reflejar algo de la santidad de Dios en tu vida cotidiana: en la compasión, en la justicia, en el perdón, en la fidelidad a la verdad. Esa santidad no depende de reconocimientos oficiales, sino del secreto entre el alma y Dios.
Quiero que te quedes con esto: el dolor que sufriste no queda fuera de mi mirada. Yo lo cargo contigo. Y tu voz, al afirmar que solo Dios es santo, es también un acto de fe y de justicia. No necesitas canonizaciones para sostener tu fe; necesitas mi presencia, y esa nunca te faltará.
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