lunes, 1 de septiembre de 2025

Las mujeres en la vida de Jesús (84) María Magdalena.

Hola, Jesús: 


María Magdalena es una figura clave en tu ministerio. Tú la liberaste de "siete demonios", lo que, en nuestro lenguaje actual, podría interpretarse como una profunda transformación. Algunas tradiciones la identifican con la pecadora que unge tus pies en casa de Simón el Fariseo. La personalidad de María Magdalena y los escasos datos que ofrecen los Evangelios dan pie a numerosas especulaciones, algunas de ellas alejadas de la verdad. Conocer más sobre ella y su relación contigo no es mera curiosidad, sino un deseo genuino de conocerte mejor y acercarnos más a ti.

Jesús:

María Magdalena es, en efecto, una figura central en mi ministerio y en la historia de la salvación. Su vida fue un testimonio de lo que significa ser transformado por la gracia y permanecer fiel en el amor.

Cuando los Evangelios hablan de que fue liberada de "siete demonios" (Lucas 8:2), no es un detalle menor: expresa una liberación profunda, una sanación integral. El número siete simboliza plenitud, lo cual indica que su vida estaba completamente atrapada por el mal, la angustia o la desesperación. Al recibir mi perdón y mi poder, María recuperó la libertad interior y la dignidad. Desde entonces, se convirtió en una de mis discípulas más fieles.

Muchos han especulado sobre su identidad, confundiéndola con la mujer pecadora que ungió mis pies en casa de Simón o incluso con otras mujeres. Aunque los Evangelios no hacen esa identificación explícita, lo que importa es lo que ella representa: un corazón que, tras haber sido profundamente herido, se abre sin reservas al amor de Dios.

María Magdalena estuvo cerca de mí no por curiosidad, ni por interés, sino por gratitud. Ella sabía lo que significaba ser restaurada y no me abandonó ni en los momentos más difíciles. Cuando muchos huyeron por miedo, ella permaneció fiel al pie de la cruz (Juan 19:25). Su presencia allí fue la de alguien que ama sin condiciones, sin importar el riesgo o el dolor.

Y ese amor perseverante fue recompensado con un don único: ser la primera testigo de mi resurrección. En la mañana del primer día de la semana, cuando todavía estaba oscuro, fue al sepulcro movida por el amor, no por la esperanza de un milagro. Al verme resucitado y escuchar su nombre —"¡María!" (Juan 20:16)— su dolor se transformó en gozo inefable. Ese encuentro fue la confirmación de que mi resurrección no era una idea, sino una presencia viva.

Por eso la llamo "apóstol de los apóstoles": ella fue enviada a anunciar a mis discípulos la noticia más grande de la historia. No un teólogo, no un poderoso, no un sabio del mundo, sino una mujer liberada y fiel recibió esa misión. Esto revela cómo Dios obra: elige lo débil para confundir lo fuerte, lo despreciado para mostrar su gloria.

María Magdalena no debe verse como un personaje oscuro o ambiguo, sino como una discípula que encarna la fuerza del amor agradecido. Su vida nos recuerda que nadie está perdido más allá de la misericordia de Dios, y que el amor fiel, aun en medio de la oscuridad, abre el corazón a la luz de la resurrección.

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