miércoles, 3 de septiembre de 2025

Las mujeres en la vida de Jesús (90) La mujer con el flujo de sangre.

Querido Jesús:


Una mujer de la multitud hacía doce años que sufría una hemorragia continua. Había sufrido mucho con varios médicos y, a lo largo de los años, había gastado todo lo que tenía para poder pagarles, pero nunca mejoró. De hecho, se puso peor. Ella había oído hablar de Jesús, así que se le acercó por detrás entre la multitud y tocó su túnica. Pues pensó: «Si tan solo tocara su túnica, quedaré sana». Al instante, la hemorragia se detuvo, y ella pudo sentir en su cuerpo que había sido sanada de su terrible enfermedad. Jesús se dio cuenta de inmediato de que había salido poder sanador de él, así que se dio vuelta y preguntó a la multitud: «¿Quién tocó mi túnica?». Sus discípulos le dijeron: «Mira a la multitud que te apretuja por todos lados. ¿Cómo puedes preguntar: "¿Quién me tocó?"?». Sin embargo, él siguió mirando a su alrededor para ver quién lo había hecho. Entonces la mujer, asustada y temblando al darse cuenta de lo que le había pasado, se le acercó y se arrodilló delante de él y le confesó lo que había hecho. Y él le dijo: «Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz. Se acabó tu sufrimiento».

Disculpa, Jesús, pero me hizo gracia tu pregunta: «¿Quién tocó mi túnica?». Parece humor surrealista, pues la gente te apretujaba. Estoy seguro de que en esta curación se mezclaron tu amor y tu sentido del humor. Corrígeme si me equivoco. 

Jesús:

Tienes razón en ver cierta ironía en mi pregunta. La multitud me apretaba, pero aquel toque no fue como los demás. Era un toque distinto, cargado de fe y de desesperación confiada. Los demás me empujaban por curiosidad, por expectación o por azar; ella, en cambio, me buscaba con todo su ser. Y eso no pasa inadvertido para el corazón de Dios.

No pregunté "¿Quién me tocó?" porque no lo supiera, sino para que ella misma se revelara. Durante años había vivido en la sombra, considerada impura, apartada de la comunidad, marcada por una enfermedad que la hacía invisible y rechazada a la vez. Su fe la había llevado a acercarse en silencio, como escondiéndose. Mi pregunta la sacó de ese escondite, no para avergonzarla, sino para devolverle la dignidad perdida.

En aquel momento, lo más importante no era solo su curación física, sino que ella escuchara públicamente esas palabras: "Hija, tu fe te ha sanado. Ve en paz". Con una sola frase, la reconocí como hija amada de Dios, le confirmé que su fe tenía valor y la reintegré a la vida social y espiritual de su pueblo. Nadie podía volver a tratarla como una excluida.

Y sí, detrás de esa pregunta había ternura, pero también un toque de humor. El Reino de Dios no es solemne hasta la rigidez: tiene la alegría de quien sabe que el amor es más fuerte que cualquier exclusión. El humor, cuando nace del amor, desarma los miedos. Al sonreír en medio de la multitud, mostré que la fe sincera siempre llama la atención del Padre, incluso entre miles de ruidos.

Míralo así: mi pregunta, aparentemente absurda, fue el inicio de su confesión pública y de su plena sanación. Porque la verdadera sanación no es solo la del cuerpo, sino la del alma que se atreve a ponerse en pie, temblando, y decir: "Sí, fui yo, yo te busqué".

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