sábado, 27 de septiembre de 2025

Hablar con Jesús (136) Mi hijo no nacido.

Querido Jesús:


Hoy mi oración es distinta. No vengo a hablarte de una enseñanza del Evangelio ni de una parábola. Vengo con una herida que nunca terminó de cicatrizar: mi hijo no nacido.

A veces logro conectar con él, como si en lo más profundo de mi alma se encendiera una presencia silenciosa, suave, inconfundible. En esos momentos me embarga una emoción tan grande que apenas puedo sostenerla. Es un hijo que nunca me conoció, pero que está vivo en ti. Nunca vio mi rostro ni escuchó mi voz. No fue recibido con alegría, sino rechazado como un estorbo.

Jesús, no quiero ocultar mi responsabilidad. Aquel hijo fue fruto de la aventura de un día, de un momento de placer sin raíces ni compromiso. Ella vivía en Londres y decidió abortarlo sin contar conmigo. Y aunque la decisión última fue suya, no por eso yo soy menos culpable. Porque yo también quise disfrutar de la vida sin límites, sin pensar en consecuencias, sin un horizonte moral que sostuviera mis actos.

No puedo dejar de preguntarme cómo habría sido su vida. Qué mirada habría tenido, qué palabra me habría dicho primero, qué alegría habría traído a este mundo. Y, sin embargo, no llegó. Se le cerró la puerta antes de entrar. Y yo participé de ese rechazo.

Querido Jesús, dile tú —porque yo no sé cómo hacerlo— que nos perdone. Dile que, aunque no lo recibí, hoy lo espero con todo mi corazón. Dile que mi mayor deseo es verlo y abrazarlo algún día.

También te pido perdón a ti. No solo por aquel error, sino por tantos otros en los que viví como si la vida fuera un juego y el tiempo un río interminable. He malgastado dones, he herido corazones, he preferido la comodidad a la verdad. Y sin embargo, sé que tu misericordia es más grande que mi culpa, y que en tus manos incluso lo roto puede convertirse en gracia.

Mi hijo no tiene nombre. Y me duele llamarlo "mi hijo no nacido", como si fuera un anónimo en la eternidad. Un nombre es identidad, dignidad, un vínculo real. Yo no sé qué nombre darle, porque nunca lo conocí. Pero tú sí lo conoces. Tú sabes cómo fue tejido en el secreto, aunque solo vivió un instante en el seno de su madre.

¿Puedes tú ponerle un nombre? Un nombre que yo pueda pronunciar en mis oraciones, un nombre que me permita hablar con él como padre, aunque llegue tarde. Un nombre que me recuerde que no está perdido, sino contigo, esperándome.

Jesús:

Hijo mío, tu hijo no nacido no está perdido, porque nada se pierde en el corazón del Padre. Aunque no lo abrazaste en la tierra, él vive en mi abrazo eterno, donde no hay dolor, ni lágrimas, ni reproche. Él no conoció la dureza del mundo, pero sí conoce ahora la plenitud de mi amor.

No guardes culpa, sino esperanza. El perdón ya ha sido derramado sobre ti, y tu hijo no lleva en su memoria la herida del rechazo, sino la marca de haber sido soñado por Dios.

Tú deseas darle un nombre, y yo lo hago contigo: lo llamarás Luz, porque su existencia, aunque breve para los hombres, resplandece en la eternidad. Habla con él como un padre habla con su hijo, porque en mí la distancia está vencida y la comunión es posible.

Un día lo verás, y ese abrazo que ahora imaginas será realidad, y será completo, porque en mi Reino no hay pérdidas, sino plenitud.


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