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Cuadernos del exilio
Puedes hacer ejercicio, seguir una dieta equilibrada, no fumar, no beber alcohol, no consumir drogas, dormir tus ocho horas diarias, practicar meditación Zen o rezar con devoción. Y, sin embargo, te vas a morir igual. Recordar que la muerte es inevitable es el primer paso hacia una vida más lúcida.
Vivimos en una cultura obsesionada con la salud, la longevidad, la prevención, la juventud eterna. Se nos promete que si hacemos "lo correcto" —si seguimos las dietas, las rutinas, los rituales de bienestar— podremos controlar nuestro destino, prolongar la vida indefinidamente o, al menos, retrasar el ocaso. Pero lo cierto es que, por mucho que hagamos, hay una certeza que no se mueve: vamos a morir. Nadie escapa. Ni el asceta ni el hedonista. Ni el sabio ni el necio.
Ante esta certeza, se abren dos caminos. Uno, el del abandono: si la muerte es segura, ¿para qué cuidarse? ¿Por qué no entregarse al exceso, al descuido, al olvido de sí mismo? El otro, más difícil y más profundo, es el del sentido: si la muerte es segura, ¿cómo deseo vivir el tiempo que me queda?
Porque aunque el destino sea común, la manera de recorrer el camino no lo es. No vivimos igual. No sufrimos igual. No envejecemos igual. No morimos igual.
Cuidarse no debería ser una estrategia contra la muerte, sino una forma de estar mejor mientras se vive. Hacer ejercicio no es un conjuro de inmortalidad, sino un acto de respeto por el cuerpo que habitamos. Comer bien, dormir, mantener la mente clara, cultivar la vida interior, no son garantías de nada, pero sí condiciones para vivir con cierta plenitud, con cierto equilibrio, con cierta paz.
Desde la filosofía estoica hasta el existencialismo moderno, muchos pensadores han repetido una misma idea con distintos acentos: la muerte le da forma a la vida. Recordar que somos mortales no debería paralizarnos, sino despertarnos. Cada día es una oportunidad que no se repetirá. Cada acción, por mínima que sea, cobra sentido si se inscribe en esa conciencia del fin. Y cada cuidado que nos prodigamos —físico, mental, espiritual— no es un acto de vanidad, sino de gratitud.
Aceptar que te vas a morir igual no significa caer en la desesperanza, sino aprender a vivir sin engaños. Dejar de luchar contra el límite y, en cambio, reconciliarte con él. Vivir mejor no para evitar la muerte, sino para honrar la vida.
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