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Santiago Segura, con su inconfundible estilo provocador y sin complejos, logró algo que pocos cineastas han conseguido en España: retratar sin filtros, y con tintes de caricatura, los aspectos más zafios, chabacanos y decadentes de una parte reconocible —aunque a menudo negada— de la sociedad española. Su saga Torrente, iniciada en 1998 con El brazo tonto de la ley, fue mucho más que una comedia irreverente. Fue un espejo deformado —pero eficaz— de la España más casposa.
El protagonista, José Luis Torrente, expolicía franquista, machista, racista, homófobo, alcohólico y vividor, encarna con desparpajo al antihéroe ibérico por excelencia. Lejos de ser un personaje de ficción ajeno a la realidad, Torrente condensó numerosos tics sociales de la España de barrio: el culto al fútbol, la nostalgia del orden autoritario, el desprecio por el "otro", la picaresca, el sexismo rancio y una dieta basada en chorizo y telebasura.
Segura comprendió que el humor más ácido no solo hace reír, sino que también incomoda. Y esa incomodidad es reveladora. La carcajada ante lo grotesco se convierte, con frecuencia, en una risa nerviosa, porque el esperpento —al estilo de Valle-Inclán— no se aleja tanto de la realidad como creemos. En este sentido, Torrente no solo entretiene, sino que denuncia, aunque lo haga con un guiño, una mueca y una cerdada.
Lo más inquietante de su obra es que no se limita a parodiar: muestra. Y muchos espectadores reconocieron —a veces con vergüenza, otras con orgullo— que Torrente no era tan diferente del vecino del quinto, del cuñado de las cenas familiares o, en el peor de los casos, de uno mismo.
En una España que en los años noventa y dos mil intentaba modernizarse y europeizar su imagen, Segura recordó, con humor y descaro, que bajo el barniz de la modernidad seguía latiendo una cultura popular llena de contradicciones, prejuicios y miserias. Una cultura que él supo captar con ojo clínico, sin moralismos, pero con una puntería que no deja indiferente.
En definitiva, Santiago Segura hizo con Torrente una radiografía de lo cutre, una exaltación del mal gusto convertida en fenómeno de masas. Y, le pese a quien le pese, logró reflejar una parte de España que muchos preferían —y aún prefieren— no mirar de frente.
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