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Sánchez, Ábalos, Robles |
Hasta ahora, el relato oficial había sido otro. El presidente hablaba de renovación, desgaste político o reconfiguración de equipos. Hoy sabemos que detrás de aquella decisión no hubo solo cálculo político, sino la necesidad de tapar discretamente un escándalo mayúsculo, antes de que salpicara más de la cuenta. Si Sánchez sabía —y todo apunta a que lo sabía—, su responsabilidad no es solo moral, sino estructural: optó por el silencio, no por la denuncia.
La UCO habla claro: hubo mordidas, contratos amañados, comisiones ilegales y un sistema de favores que empezó en Navarra y terminó en el corazón del Estado. Hablan las grabaciones, los pagos en efectivo, los documentos. Pero el mayor silencio es el que ha guardado el propio presidente durante más de tres años. Y el mayor ruido es el que ahora deberá afrontar.
No basta con pedir disculpas ni con prometer auditorías tardías. Un presidente que tolera la corrupción en su casa pierde autoridad para combatirla fuera. Y si, como parece, su reacción fue simplemente quitarse de en medio a un ministro incómodo mientras mantenía al resto del engranaje, entonces la política se reduce al cinismo, y la regeneración prometida se revela como un simulacro.
El caso Koldo, Ábalos, Cerdán… y ahora también Sánchez, evidencia que el problema no fue una manzana podrida, sino una cesta entera que nadie quiso revisar. La pregunta, por tanto, ya no es quién cobró, sino quién calló, y por qué.
España no puede normalizar la corrupción ni tolerar que la verdad dependa del calendario electoral. Es momento de asumir responsabilidades, no de construir relatos. Si el presidente sabía y no actuó, entonces su continuidad es ya un problema político de primer orden.
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