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Gabriel García Márquez, después del puñetado de Vargas Llosa. |
Yo no estaba allí. En esa época, ya casi no salía de Buenos Aires y mis ojos —más fieles que mis recuerdos— me habían abandonado del todo. Sin embargo, la literatura me ha enseñado que ver y no ver son formas complementarias de conocimiento. Ceguera y mito suelen marchar juntos.
Me llegó la historia por boca de un joven poeta colombiano —cuyo nombre no merece ser archivado— en uno de los salones pálidos de la Biblioteca Nacional. Me habló del golpe como otros hablan de batallas perdidas o milagros. Dijo que ocurrió en un cine, que Gabo extendió los brazos como Cristo o como Judas, y que Mario respondió con la contundencia de Aquiles. Al oírlo, pensé inmediatamente en otro golpe, más remoto, quizá más apócrifo: el que Caín dio a Abel, fundando no sólo el crimen sino la genealogía humana.
Desde entonces, he recopilado versiones. Un periodista mejicano aseguró que el desencuentro se debió a una mujer. Un crítico argentino, más versado en dialéctica que en afectos, lo atribuyó a divergencias ideológicas: el eterno pleito entre el demiurgo revolucionario y el escéptico liberal. Yo, que alguna vez creí en las ideas y ahora apenas creo en los adjetivos, me inclino por una tercera explicación: el golpe fue inevitable.
Dos escritores que comparten idioma, continente, generaciones de lectores, y la sospecha mutua de genialidad, están condenados, tarde o temprano, al desencuentro. Que se haya materializado en un puñetazo y no en una nota de prensa o un epigrama, es apenas una variación estilística. Virgilio se peleó con Lucano. Quevedo con Góngora. Macedonio con casi todos. La literatura es un duelo sin tregua. El resto es anécdota.
Me interesa, sin embargo, el silencio que siguió. No hubo cartas. No hubo reconciliación. En los congresos, se evitaban con la precisión de dos gatos viejos. Esa negativa mutua a la palabra es, quizá, más elocuente que el golpe. En el fondo, los escritores se temen más en el lenguaje que en la violencia.
Hay quienes piden una explicación definitiva. No la habrá. El golpe pertenece ya al dominio del símbolo. Podría haber sido entre Dante y Petrarca, entre Cervantes y Lope. Fue entre ellos. No importa.
Algún día, cuando la historia de las letras hispanoamericanas sea reducida a un tomo olvidado en una biblioteca ciega, alguien leerá el relato de aquel puñetazo como quien descifra un sueño de siglos. Y pensará, quizá con una sonrisa: fue inevitable.
J.L.B.
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