jueves, 5 de junio de 2025

James Joyce tenía una hija esquizofrénica que se llamaba Lucia (sin acento)

Lucia Joyce, antes de ser internada en una clínica en Northhampton

James Joyce y Lucia Joyce
Hay autores que escriben sencillo, sin florituras, sin filigranas literarias, sin adornos. Son los que más me gustan. Pero también me gustan los raros, los difíciles, los que experimentan con el lenguaje y los conceptos. Esos que te obligan a detenerte, a releer una frase tres veces hasta que por fin se enciende una chispa en tu cabeza y dices: "Ah, ya entiendo". O a veces no entiendes nada, pero igual te quedas ahí, atrapado en el remolino de sus palabras, como si estuvieras perdido en un bosque de espejos.

Los sencillos me dan calma, una especie de refugio. Sus historias fluyen como un río tranquilo, y te llevan de la mano sin exigir demasiado. Pero los otros, los retorcidos, son un desafío. Te sacuden, te marean, te hacen dudar de lo que creías saber sobre las palabras mismas. A veces pienso que leerlos es como escalar una montaña: agotador, pero cuando llegas a la cima, la vista compensa todo el esfuerzo. Aunque, claro, no siempre llego a la cima. Hay libros que abandono a medio camino, no por rendirme, sino porque siento que ellos me han vencido a mí.

Pensé en esos autores experimentales el otro día, mientras hojeaba un libro que parecía llamarme desde la estantería. No tenía portada bonita ni sinopsis amable; era un bloque de texto desnudo, casi hostil. Recordé a Joyce, con su Ulises, esa odisea de frases que se retuercen como serpientes, donde una sola página puede ser un laberinto de referencias, sonidos y pensamientos a medio formar. Son autores que no te lo ponen fácil, que te exigen ser cómplice, no solo lector. Su lectura te atrae porque en el fondo es un desafío. 

Pienso en Borges, que en unas pocas páginas teje universos enteros, laberintos que no están en el papel sino en tu mente, y te deja pensando en ellos durante días. Estos autores no escriben para que los leas en una tarde; escriben para que vivas dentro de sus palabras, para que te pierdas y, si tienes suerte, te encuentres.

A veces me pregunto qué los lleva a torcer el lenguaje así, a romper las reglas. Quizás es que ven cosas que los demás no ven, y las palabras comunes no les alcanzan. O tal vez solo quieren jugar, revolver el tablero y ver qué pasa. Sea lo que sea, me atraen como un imán. Sus libros son máquinas extrañas, artefactos que no siempre sé cómo usar, pero que me fascinan igual. Abro uno y sé que no voy a salir igual que entré.

Joyce es el que más me obsesiona. Lo descubrí con Ulises, casi por accidente, cuando alguien me dijo que era "un libro para lectores especiales". No me advirtieron que era también el libro que te lee a ti, que te desnuda y te pone a prueba. Al principio, lo odié. Esas primeras páginas, con Leopold Bloom dando vueltas por Dublín, pensando en riñones y en el jabón que lleva en el bolsillo, me parecieron un caos sin sentido. Palabras que se tropezaban unas con otras, frases que se cortaban a la mitad, pensamientos que se deshilachaban como si alguien hubiera volcado una caja de vocablos en mi cabeza. Pero seguí, no sé por qué. Tal vez por porque me gustan los desafíos. 

Entonces llegó el capítulo 11, el de las sirenas, y todo cambió. Ahí Joyce hace que el lenguaje cante, literalmente. Las palabras se estiran, se doblan, imitan el sonido de un bar ruidoso, de copas que chocan, de voces que se superponen. No es una historia que lees; es una sinfonía que escuchas con los ojos. Me di cuenta de que no estaba perdido: estaba invitado a perderme. Joyce no te da un mapa; te da un par de botas gastadas y te dice: "Camina". Y caminé. A través de Molly Bloom, con ese monólogo final que es como un río desbordado, sin puntos ni comas, solo un torrente de vida que te arrastra y te deja sin aliento.

Joyce quería capturar un día entero, el 16 de junio de 1904, y meterlo en un libro. Pero hizo más que eso: metió una ciudad, un idioma, una forma de pensar. Cada vez que abro Ulises, siento que Dublín respira a mi alrededor, que Bloom está ahí, desayunando, y que Molly sigue hablando desde la cama. Es agotador, sí. Hay días en que solo leo unas líneas y tengo que parar, como si hubiera corrido una maratón. Pero también es adictivo. Joyce te reta, te frustra, y luego te recompensa con un destello de algo tan humano que no puedes soltarlo.

No sé si lo entiendo del todo. Probablemente no. Pero no creo que se trate de entenderlo como quien resuelve un acertijo. Con Joyce se trata de sentir el peso de las palabras, de dejar que te golpeen y te transformen. Abrí Finnegans Wake una vez, por curiosidad, y me rendí a las diez páginas. Es otro nivel de locura, un sueño escrito en un idioma que parece inventado. Por ahora, Ulises sigue siendo mi montaña, y yo sigo escalándola, paso a paso, sin prisa por llegar a la cima.

Joyce tenía una hija esquizofrénica. Se llamaba Lucia (sin acento en la i, pues era italiana). Una chica que vivía entre sombras, bailando a veces, pero atrapada en un mundo que no podía compartir. Carl Jung, el psicólogo, la trató por un tiempo. Él dijo algo que no se me borra: que Joyce se salvó de la esquizofrenia por la literatura. Que padre e hija eran como dos caras de un mismo río, uno sumergido en el fondo, el otro nadando en la superficie. Lucia se hundió; Joyce escribió para no hundirse.

Pienso en eso mientras leo Ulises. Ese torrente de pensamientos, esos saltos de una idea a otra, esa forma de romper el idioma hasta hacerlo casi irreconocible. Era, quizás, su manera de mantenerse a flote. Convertir la esquizofrenia en experimento literario. 

Jung decía que Joyce y Lucia compartían una mente parecida. Veían el mundo en fragmentos, en ecos, en capas superpuestas. Pero él encontró una salida: volcar ese caos en palabras, darle forma, aunque fuera una forma retorcida. Lucia no tuvo esa válvula. Sus cartas, sus dibujos, sus delirios, eran pedazos de un rompecabezas que nadie pudo armar. Joyce le había dicho a Jung que su hija escribía igual que él; a lo que Jung repuso: «pero allí donde usted nada, ella se ahoga». A Jung no le gustaba Joyce. Decía: «Joyce me aburre hasta arrancarme lágrimas, pero es un fastidio irritante, peligroso, como no podría producirlo ni aun la trivialidad más enojosa».

Me pregunto si Joyce lo sabía. Si mientras describía a Bloom paseando por Dublín, o a Molly desgranando su vida en la cama, estaba pensando en Lucia. Hay algo en Finnegans Wake que me hace sospechar que sí. Ese libro imposible, con su lengua inventada y sus frases que giran como sueños febriles, tiene un aire a lo que cuentan de los mundos internos de los esquizofrénicos. Dicen que lo escribió mientras Lucia estaba internada, que ella se lo inspiró de alguna manera. No sé si es verdad, pero me gusta imaginarlo: Joyce tejiendo su locura controlada, su hija danzando en la suya, desatada.

Leerlo ahora tiene un sabor distinto. No es solo un juego literario, un desafío de escalar montañas literarias. Es un grito, una cuerda que él se lanzó a sí mismo. Jung lo vio claro: la literatura fue su salvación, su manera de no cruzar la línea que Lucia no pudo evitar. Y yo, que sigo perdido en sus páginas, siento que estoy tocando algo más que palabras. Toco un borde, un abismo que él esquivó, y que de alguna forma me deja ver el suyo y el de ella, entrelazados.

Lucia era un torbellino. Leí que a los 20 ya había enamorado y perdido a varios. Entre ellos a Samuel Beckett. Pero no era solo una chica buscando amor. Quería ser alguien importante, única, inimitable. Bailaba con una furia que parecía salirle de las entrañas, como si cada paso fuera una forma de escapar de la sombra de su padre. Él veía en ella un reflejo de sí mismo, decía que era "fantástica", que entendía su idioma privado. Pero ese idioma empezó a torcerse. A los 25 ya no era la misma. Cortó los cables del teléfono en una fiesta porque no soportaba que el mundo felicitara a su padre por Ulises. Tiró una silla a su madre. Se perdió en las calles de París como si buscara algo imposible de encontrar.

Lucia tuvo una relación extraña con Samuel Beckett, un hombre que parecía hecho de silencios. Se conocieron en París, allá por 1928 o 1929, cuando ella tenía 21 y él rondaba los 22. Beckett era un irlandés flaco y con cara de pájaro, un discípulo de Joyce que llegaba a la casa de la rue de Grenelle con los bolsillos vacíos y la cabeza llena de ideas. Lucia estaba en su apogeo entonces, bailando con Les Archers o con el hermano de Isadora Duncan, girando bajo las luces como si el mundo fuera suyo. Me la imagino entrando al salón después de un ensayo, con el pelo húmedo de sudor y las mejillas encendidas, mientras Beckett levantaba la vista de un manuscrito y se quedaba quieto, como si algo en ella le hubiera robado el aire.

No fue amor a primera vista, o no del todo. Lucia lo vio primero como un intruso, otro de esos jóvenes que rondaban a su padre para mendigarle ideas. Pero Beckett era distinto. Hablaba poco, fumaba mucho, y cuando reía era como si se sorprendiera de sí mismo. Empezaron a salir. Paseos por el Sena, cafés en Montparnasse, noches en que él la llevaba a casa después de verla bailar. Ella lo llevó al Bal Bullier en el 29, esa noche del traje plateado. Beckett estaba entre el público, con su abrigo gastado y un cigarrillo colgando de la boca, y la vio girar como si fuera una aparición. Después escribió que había sentido "un temblor", aunque nunca dijo más. Lucia, en cambio, empezó a hablar de él. Le dijo a Joyce que Sam era "diferente", que tenía una tristeza que le gustaba.

A Joyce le caía bien Beckett, lo había adoptado como secretario informal, como lector de Ulises en voz alta cuando sus ojos fallaban. Pero también era ciego a lo que pasaba. Lucia se enamoró. Le escribía cartas que él contestaba tarde, con frases cortas y frías. Le regaló un dibujo una vez, letras decorativas como las que hacía para su padre, y ella lo guardó pero no dijo nada. Ella quería más: quería que la mirara como miraba los libros, con esa intensidad que le ponía a las palabras. Pero Beckett no sabía cómo. Estaba demasiado atado a Joyce, a esa órbita que lo consumía todo. Y quizás demasiado perdido en sí mismo.

El quiebre vino rápido. En 1930, o quizás 1931, Beckett se alejó. ¿Fue porque Joyce le pidió que se apartara o porque no quería a su hija "distraída" del baile? ¿O fue él quien cortó, torpe y sin explicaciones, porque sintió que Lucia lo arrastraba a un lugar que no entendía? Ella no lo tomó bien. Lloró, rompió cosas, empezó a hablar de él como si aún estuviera ahí. Fue por entonces cuando las voces en su cabeza se hicieron más fuertes, cuando el baile empezó a tambalearse. Beckett se fue a Irlanda, o a Londres, y dejó a Lucia con un hueco que no supo llenar. Años después, cuando ella ya estaba en una clínica, él la visitó una vez, en St. Andrew’s. No se sabe qué se dijeron. Quizás nada. Quizás él solo la miró, como en el Bullier, y se fue.

Pienso en sus últimos años, en St. Andrew’s, fumando sin parar, hablando con ese acento gutural que alguien describió una vez. Sola, pero no del todo. Beckett la visitó alguna vez, quizás por culpa, quizás por algo que nunca explicó. Me la imagino mirando por la ventana, recordando el Bullier, o garabateando letras decorativas como las que hizo para los poemas de su padre. ¿Pensaría en él? ¿En el hombre que la llamó su musa, que escribió un mundo entero mientras el de ella se deshacía? Hay quien dice que Finnegans Wake es su huella, que sus delirios están en esas páginas imposibles. Siento que ella está ahí, danzando en el borde, entre la genialidad y el abismo.

Me la imagino en París, en los años 20, cuando el aire olía a jazz y a revolución. Ella tenía 18, 19, el pelo corto y oscuro, los ojos grandes como los de su padre, pero con una chispa distinta. Había aprendido a bailar en Trieste, entre mudanzas y maletas, con profesoras que veían en ella algo salvaje, algo que no se podía domar. Pero fue en París donde todo explotó.

Entró en la escuela de Margaret Morris, una coreógrafa que quería romper con el ballet clásico, hacer que el cuerpo hablara de verdad. Lucia encajaba ahí. Sus movimientos no eran solo pasos; eran gritos, eran risas, eran una forma de decir lo que las palabras de su padre se tragaban. Luego pasó a Les Archers, un grupo que mezclaba danza con arcos y flechas, como si fueran cazadores de mitos. Y después, la gran apuesta: Raymond Duncan, el hermano de Isadora, la reina de la danza libre. Con él, Lucia se volvió otra cosa. Vestía túnicas griegas, bailaba descalza, dejaba que su cuerpo se moviera como si el suelo fuera un lienzo y ella el pincel. Dicen que era hipnótica. Que cuando subía al escenario, el público se callaba de golpe, como si supiera que algo importante estaba pasando.

El pico fue en 1929, en el Bal Bullier, un concurso internacional, con focos y aplausos, y ella ahí, en el centro, con un traje plateado que parecía hecho de escamas. Bailó una pieza que había creado ella misma, algo sobre peces o sirenas. Pero sí recuerdan el efecto: el jurado la puso en sexto lugar, pero la gente hablaba de ella como si hubiera ganado. "Una Joyce bailando", decían, y el nombre de su padre pesaba en cada sílaba. Beckett estaba allí. La vio y quedó mudo, aunque luego no supiera qué hacer con lo que sentía. Ella tenía 22 años y el mundo parecía suyo.

Pero no duró. El baile era su idioma, pero también su jaula. Joyce la apoyaba, le pagaba las clases, iba a verla cuando sus ojos aún podían enfocar. Decía que era su musa, que sus pasos le daban ideas. Pero también estaba Ulises, siempre Ulises, creciendo como una sombra sobre ella. Y estaba su madre, Nora, que no entendía por qué Lucia no se casaba y dejaba esas "locuras". A los 24, empezó a fallar. Se torció un tobillo. O quizás fue el corazón, porque los hombres que amaba miraban hacia otro lado. O tal vez fue la cabeza, que ya empezaba a escuchar voces que no venían del público. En 1932, dejó los escenarios por una pelea con su troupe o que simplemente se cansó. El baile ya no alcanzaba para contenerla.

Pienso en ella ahora, en esa Lucia de las tablas, girando bajo las luces del Bullier. Me gusta imaginar que, por un rato, fue más grande que su padre, que sus pasos eran más libres que las palabras de Finnegans Wake. Pero también sé que esas luces se apagaron rápido. El cuerpo que una vez voló, se quedó quieto, y el escenario se volvió un recuerdo que ni Jung pudo rescatar. Aun así, cuando leo a Joyce, a veces siento que la oigo como una danza que se cuela entre las líneas.

Juan Julio Alfaya

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