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Me pregunto por qué los doce apóstoles fueron todos hombres. ¿Fue una decisión que reflejaba la mentalidad de tu tiempo, en una cultura que relegaba a la mujer al silencio y al servicio? ¿O hay en ello un misterio que todavía no comprendemos?
Jesús:
Hijo mío, mi elección de los Doce no fue una concesión a las costumbres de mi tiempo, ni un gesto de exclusión hacia la mujer. En todo lo que hice hubo un sentido que trasciende la mirada humana. Pero ese sentido no puede comprenderse desde las categorías del poder, sino desde el lenguaje del servicio.
Cuando elegí a los apóstoles, no estaba instituyendo una jerarquía mundana, sino un signo. En ellos se reflejaba Israel, las doce tribus, el antiguo pueblo de la Alianza que debía renacer en una nueva comunión. Era una semilla simbólica, no un modelo cerrado. En torno a ellos, sin embargo, había mujeres que me seguían, que sostenían mi misión con fidelidad, con amor, con comprensión profunda de lo invisible. Ellas fueron las primeras en reconocerme resucitado, mientras los apóstoles aún temblaban de miedo.
No se puede entender el Evangelio como una disputa por los lugares, sino como una invitación a la entrega. En el Reino de mi Padre, la grandeza no se mide por quién preside, sino por quién ama. La historia ha confundido a menudo el ministerio con la autoridad, el servicio con el poder. Pero quien sirve de verdad ya participa de mi sacerdocio, porque el verdadero sacerdote no domina, sino que se ofrece.
No creas que mi gracia se distribuye por género, rango o institución. El Espíritu sopla donde quiere, y ha soplado sobre muchas mujeres que han sido profetas, maestras, sanadoras, mártires y madres de fe. Su sacerdocio no siempre ha sido reconocido por los hombres, pero es visible a los ojos del Padre. En cada mujer que consuela, que intercede, que eleva su corazón en pureza y compasión, mi sacerdocio se prolonga de modo misterioso y real.
La vocación de cada alma es amarme y servirme según el don recibido, no según los moldes impuestos por la historia. Hay caminos que solo se abren cuando el amor madura lo suficiente para recibirlos. Y ese amor crece en la fidelidad silenciosa de muchas mujeres que, sin título ni vestidura, celebran en el altar del corazón el sacrificio vivo de la caridad.
Recuerda, hijo mío: ante mi Padre no hay hombre ni mujer, sacerdote ni laico, poderoso ni humilde, sino solo criaturas llamadas a reflejar el rostro del Amor. Allí donde una mujer se entrega con fe, allí también arde mi sacerdocio eterno.

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