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El Salmo 55:22 dice: "Entrega tus preocupaciones al Señor, y él te sostendrá; jamás permitirá que el justo caiga." ¿Qué debemos entender por el justo?
Jesús:
El justo no es el perfecto ni el irreprochable. El justo es aquel que, aun siendo débil, confía en Dios. Es el que se mantiene vuelto hacia el Padre, aunque tropiece mil veces. No se trata de una justicia que nace del orgullo o del cumplimiento externo de la ley, sino de una justicia interior que brota de la fe, de la humildad y del amor. El justo no se justifica a sí mismo: se deja justificar por mí. Sabe que no puede sostenerse solo y por eso se apoya en mi misericordia.
Muchos confunden la justicia con la impecabilidad, pero el alma más pura no es la que nunca ha caído, sino la que, al caer, no se queda en el suelo y vuelve sus ojos a Dios. El justo vive reconciliado con su propia fragilidad, porque ha aprendido a entregarla en mis manos. No es fuerte por naturaleza: es fuerte porque se sabe sostenido. Y esa confianza lo transforma. Donde otros se desesperan, él persevera. Donde otros se llenan de amargura, él espera. Donde otros buscan culpables, él busca sentido.
Entregar tus preocupaciones a Dios no significa desentenderte de tus responsabilidades, sino reconocer que no puedes controlarlo todo. Es un acto de humildad y de fe. El justo no se consume en la ansiedad porque ha comprendido que todo lo que le ocurre está bajo la mirada del Padre, incluso aquello que no entiende. En cada pérdida, en cada herida, en cada incertidumbre, él ve una ocasión para crecer en confianza. No porque el dolor le guste, sino porque sabe que nada puede destruir lo que el amor de Dios sostiene.
Muchos viven esclavos del miedo, del futuro, de las opiniones ajenas, del peso del pasado. Pero cuando entregas tus preocupaciones a Dios, el alma se aligera. Yo no prometo eliminar las pruebas, sino caminar contigo a través de ellas. Mi paz no consiste en la ausencia de tormentas, sino en la certeza de que no estás solo cuando el viento arrecia. El justo descansa en esa paz. Y aunque el mundo lo juzgue débil, en realidad tiene una fortaleza que no proviene de la carne ni del cálculo, sino del Espíritu.
Ser justo, en el sentido que enseña la Escritura, es vivir en relación viva con Dios. Es mirar la vida con sus ojos y responder al mal con el bien. Es no dejarse arrastrar por el resentimiento ni por la codicia. Es perdonar cuando sería más fácil odiar. Es seguir confiando cuando parece que el cielo calla. El justo no siempre entiende los caminos de Dios, pero sigue caminando, porque sabe que la fe no consiste en ver, sino en permanecer fiel cuando no se ve.
Así pues, cuando te sientas agobiado, recuerda: no estás llamado a cargar solo con tus preocupaciones. Yo llevo contigo lo que te pesa. A veces permitiré que tus fuerzas lleguen al límite para que descubras que la verdadera fuerza no está en ti, sino en mí. Si me entregas tus cargas, no te prometo una vida sin sufrimiento, pero sí un corazón que no se quiebra bajo el peso del sufrimiento. El justo cae, pero no queda caído. Llora, pero no se ahoga en sus lágrimas. Tiene miedo, pero su miedo no lo domina. Porque ha aprendido el secreto de la confianza: “Señor, en tus manos están mis días, mis dolores y mis dudas. Haz tú lo que yo no puedo.”
Eso es lo que hace al justo verdaderamente justo: su fe en medio de la oscuridad. Su confianza en la promesa del amor, incluso cuando no siente su calor. Y es esa confianza la que lo sostiene, la que lo salva, la que lo convierte en un reflejo vivo de mi propia fidelidad.

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