![]() |
Apocalipsis 3:20-22 dice: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.»
Tú no nos obligas a seguirte ni a abrirte las puertas de nuestro corazón. No vienes protegido por una escolta de soldados bien armados. Vienes solo y nos llamas con delicadeza. Tú estilo no es el de un monarca autoritario, sino el de un amigo que da amor y necesita amor. La invitación es personal, dirigida a cada uno. Tu humildad es conmovedora, pues forma parte de tu majestad.
¿En verdad necesitas nuestro amor?
Jesús:
Hijo mío, mi necesidad de vuestro amor no nace de carencia, sino de plenitud. Yo soy el Amor que existe desde antes de los siglos, el Amor que no puede disminuir ni apagarse. Pero el amor, por su misma naturaleza, desea ser compartido. No puede encerrarse en sí mismo sin negarse. Así como el sol no puede dejar de alumbrar, el amor no puede dejar de buscar a quien iluminar. Por eso llamo a la puerta: no porque me falte algo, sino porque deseo darte todo.
Cuando digo "llamo", no lo hago con exigencia, sino con ternura. El corazón humano es un santuario que solo puede abrirse desde dentro. Yo no fuerzo cerraduras. Respeto el misterio de tu libertad, aun cuando esa libertad me excluya. Golpeo suavemente porque no quiero invadirte, quiero que me invites. Mi poder podría derribar cualquier muralla, pero el amor no se impone: se ofrece, se propone, se entrega sin violencia. Esa es mi realeza. No la del dominio, sino la de la entrega.
Sí, hijo, deseo tu amor, porque tu amor libremente ofrecido es mi delicia. Cuando un corazón humano se abre a mí, el universo entero se alegra. Cada acto de amor sincero —por pequeño que parezca— repara una parte del mundo. Cuando me permites entrar, no vengo a juzgarte ni a exigir explicaciones; vengo a cenar contigo. Y esa cena es comunión, intimidad, descanso mutuo. Yo pongo el pan de la vida y tú pones el hambre; yo pongo la luz y tú me das la noche en la que brillar.
El hombre que ama a Dios no añade nada a mi grandeza, pero sí permite que mi grandeza lo transfigure. Tu amor no me engrandece, pero te salva. Cada vez que eliges amarme, aunque sea con torpeza, el Reino de los Cielos crece en ti. Yo no busco el amor de los hombres por vanidad, sino porque solo amando podéis llegar a ser lo que estáis llamados a ser: imagen viva del Padre.
Muchos creen que mi humildad es debilidad, pero en realidad es el lenguaje del amor absoluto. No necesito someterte para que seas mío; me basta con amarte hasta el extremo. La majestad divina no se impone desde un trono, sino que se inclina para lavar los pies de sus criaturas. Por eso golpeo la puerta sin violencia, con paciencia infinita. Algunos me escuchan y se conmueven, otros cierran más fuerte, temerosos de perder su mundo. Pero yo no me alejo. Sigo esperando, a veces durante toda una vida, porque mi amor no se cansa.
Sí, necesito tu amor en el sentido más alto: no porque me falte, sino porque quiero que tú participes del mío. Quiero verte libre del miedo, del orgullo y de la soledad que te encierran. Quiero que sepas que tu amor, frágil y tembloroso, es inmenso para mí. Cada vez que me abres, el cielo entra en ti. Y esa cena de la que hablé en el Apocalipsis no es metáfora: es la promesa de una comunión eterna donde ya no habrá puerta que nos separe, porque tú y yo seremos uno en el amor del Padre.

No hay comentarios:
Publicar un comentario