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En Mateo 5:38, se nos recuerda: «Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente».
Muchos han interpretado estos versículos como una "licencia para la venganza", pero ese no es el verdadero espíritu de la Ley. La Biblia proclama la justicia, sí, pero no la justicia ejercida por manos humanas, impulsada por el rencor.
La misma Torá lo deja claro: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová» (Levítico 19:18).
La venganza nos ciega, transforma a los seres humanos en bestias y legitima los actos más atroces de la historia. Tú, en cambio, nos invitas a perdonar al enemigo: el desafío más arduo para nuestra frágil condición.
El corazón no regenerado late con un instinto combativo que siembra las semillas de todas las tragedias —familiares, sociales, políticas— y nos arrastra al abismo del odio.
Tu Palabra, Señor, es como un vaso de agua fresca en el desierto abrasador de la deshumanización. Habla, dinos cómo lo ves Tú, con esa mirada que todo lo penetra y todo lo redime.
Jesús:
Hijo mío, la ley de "ojo por ojo y diente por diente" fue dada en un tiempo en que los hombres necesitaban límites para contener la violencia que los devoraba. En los albores de la humanidad, cuando la ira gobernaba más que la razón, esa ley no era una incitación a la venganza, sino una barrera contra la desmesura. Evitaba que la ofensa menor desatara una cadena infinita de represalias. Era un modo primitivo, pero justo, de decir: "Hasta aquí". La justicia de entonces hablaba el lenguaje que los hombres podían entender.
Pero cuando yo vine al mundo, la Ley ya había cumplido su función pedagógica. Era hora de revelar el corazón del Padre, no solo su autoridad. Por eso os dije: "Yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, a quien te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra". No porque quiera que os dejéis humillar sin razón, sino porque el mal solo se derrota cuando no encuentra en el alma un espejo que lo reproduzca. Si respondes al odio con odio, el mal se multiplica; pero si respondes con amor, lo desarmas.
Muchos confunden perdón con debilidad, pero perdonar exige una fuerza que el mundo desconoce. Es más fácil golpear que contenerse, más fácil juzgar que comprender. Solo quien ha bebido del Espíritu puede amar a su enemigo, porque ha descubierto que la herida del otro también es su propia herida. Yo no abolí la justicia, la llevé a su plenitud. Donde la Ley decía "haz justicia", yo os digo: "sé justo desde el corazón". No basta con no vengarse; hay que liberar al corazón del deseo de venganza, porque mientras ese deseo viva, la paz no puede habitar en ti.
Mira a tu alrededor: la humanidad sigue atrapada en el círculo de "ojo por ojo". Los pueblos se devoran unos a otros en nombre de causas justas, las familias se fracturan por agravios antiguos, los hombres se enorgullecen de su resentimiento como si fuera una virtud. Pero el resentimiento es una prisión invisible. El que guarda rencor se encierra en su propia oscuridad y termina pareciéndose al que lo hirió. Por eso te digo: el perdón no es una concesión al culpable, sino una liberación del inocente.
Yo mismo fui ultrajado, golpeado y crucificado injustamente. Si alguien tuvo derecho a vengarse, fui yo. Pero no lo hice, porque mi Reino no se edifica sobre la revancha, sino sobre la redención. Cuando dije desde la cruz: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen", abrí un camino nuevo para el corazón humano. El perdón no niega la ofensa, pero la transforma. No borra el pasado, pero impide que el pasado determine el futuro.
Comprende esto: la justicia humana intenta equilibrar los actos; la justicia divina busca sanar los corazones. Mi Padre no se complace en castigar, sino en restaurar. A veces permite que el culpable enfrente las consecuencias de su mal, no por venganza, sino para que despierte. Porque la justicia del cielo siempre está orientada a la conversión, no a la destrucción.
Hay quienes dicen: "Si perdono, el mal quedará impune". Pero yo te digo: el perdón no absuelve el mal, lo desactiva. Cuando perdonas, no apruebas la injusticia, sino que te niegas a seguir su lógica. Le niegas el derecho a dictar tus pensamientos, tus emociones, tus actos. Así rompes su dominio. Y ese acto, aunque parezca invisible, tiene poder sobre el mundo. Cada perdón verdadero debilita al reino del odio.
No es fácil, hijo mío. El corazón humano está hecho de cicatrices, y cada herida pide reparación. Pero el amor es la única reparación que sana. Si te hiere un enemigo, reza por él; no porque lo merezca, sino porque tú mereces la paz. Si alguien te quita algo, dale más de lo que espera; no por sumisión, sino para demostrarle que el amor es más libre que la codicia. Así es como la luz vence a las tinieblas: no resistiendo con igual fuerza, sino irradiando una fuerza mayor.
Recuerda: el que se venga, imita al agresor; el que perdona, se asemeja a Dios. Mi Padre hace salir el sol sobre justos e injustos, y tú estás llamado a hacer lo mismo. No porque el mal no importe, sino porque el bien es más grande. Cuando eliges amar, incluso al que te ofende, te unes al corazón de Dios, que ama sin medida y que todo lo transforma en camino hacia la eternidad.
Por eso, no temas las injusticias del mundo. Ninguna ofensa queda sin sentido cuando se ofrece en el amor. El dolor que no se devuelve se convierte en semilla de redención. Y el perdón, hijo mío, no es el fin de la justicia, sino su perfección: la justicia transfigurada por la misericordia. Cuando el hombre entienda esto, la tierra dejará de ser un campo de batalla y se convertirá en un lugar de reconciliación.
Hasta entonces, sigue mi ejemplo. No respondas al mal con mal, ni al insulto con insulto. Deja que la mansedumbre sea tu espada y la bondad tu victoria. Porque al final, solo el amor quedará en pie, y en él se cumplirá toda la Ley y todos los Profetas.

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