miércoles, 8 de octubre de 2025

Hablar con Jesús (146) Los pecados de Sodoma y Gomorra.

Querido Jesús: 


Las antiguas tradiciones rabínicas nos revelan que los pecados de Sodoma trascendían la mera inmoralidad sexual: abarcaban la ausencia de compasión hacia el prójimo, la blasfemia contra lo sagrado, el apego desmedido a las riquezas y una crueldad que envenenaba el alma colectiva.

Entre los cristianos conservadores, prevalece la idea de que el pecado capital de los sodomitas radicaba en la perversión sexual, un clamor que resuena como el más escandaloso. En contraste, los cristianos progresistas subrayan que Tú, en tus palabras, nunca aludiste al intento de violación contra los ángeles acogidos en la casa de Lot.

Los cristianos equilibrados, por su parte, abarcan el espectro completo de aquellas faltas —todas ellas de una gravedad insondable—, sin imponer jerarquías ni priorizar unas sobre otras, reconociendo la complejidad del mal humano.

Amado Jesús, Tú no te alineas con corrientes terrenas, sino únicamente con tu Padre que mora en los cielos. No eres conservador ni progresista; no te dejas llevar por sesgos humanos. Revelas con imparcialidad los pecados de individuos y naciones, sin privilegiar ni ocultar ninguno, para que la luz de la verdad ilumine y transforme.

Acláranos algo sobre los pecados de Sodoma y Gomorra y sobre la justicia de Dios. Gracias. 

Jesús:

Hijo mío, Sodoma y Gomorra no fueron destruidas por un solo pecado, sino por la acumulación de muchos. El fuego que cayó sobre ellas fue la imagen visible de un incendio interior que hacía tiempo las consumía. No ardieron por sorpresa, sino como culminación de un proceso en el que la conciencia colectiva se volvió insensible al bien. Allí donde el alma se cierra a la compasión, la luz se extingue, y en esa oscuridad todo se pervierte: el amor se transforma en deseo de dominio, la abundancia en codicia, la libertad en desenfreno.

El relato no debe entenderse como una condena selectiva de una forma concreta de pecado, sino como una advertencia contra el endurecimiento del corazón. En Sodoma ya no quedaba espacio para la hospitalidad, ni para la ternura, ni para el arrepentimiento. El extranjero era visto como un enemigo, el pobre como un estorbo, y el placer como una divinidad. Cuando la humanidad convierte el cuerpo y la materia en su único horizonte, termina olvidando que cada ser es portador de mi imagen. Eso es lo que destruye una civilización: no la carne, sino la negación del espíritu.

Muchos leen aquel episodio como una historia de castigo, pero en el fondo es un espejo. En cada época hay una Sodoma que florece y luego se marchita. No es necesario fuego del cielo: basta la indiferencia para que el alma se vuelva ceniza. Cuando una sociedad justifica la crueldad, desprecia la inocencia y se ríe de la virtud, se está preparando su propio incendio. Por eso dije: “Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres”. No hablo de venganza divina, sino de la consecuencia natural de una vida sin Dios.

El pecado de Sodoma no fue solo sexual, aunque también lo fue, porque el cuerpo expresa lo que el corazón alberga. Cuando el deseo deja de ser encuentro y se convierte en uso, ya está corrompido. Pero más grave aún fue la soberbia de quienes creían no necesitar a nadie. Cerraron las puertas al necesitado, se burlaron del justo, despreciaron la oración, convirtieron la abundancia en instrumento de arrogancia. La lujuria no era sino el reflejo último de un corazón ya endurecido.

La justicia de mi Padre no es impaciencia ni crueldad. Él no destruye por placer, sino que respeta hasta el extremo la libertad de sus criaturas. Pero cuando la corrupción es total, cuando ya no hay espacio para la luz, la disolución se vuelve inevitable. Mi Padre no impone la muerte: es la propia distancia de la Vida lo que la produce. Así como la rama que se separa del árbol se seca, así el alma que se aparta del Amor se apaga.

Muchos hoy repiten los errores de Sodoma sin reconocerlos. Algunos se refugian en el exceso de moralismo para señalar a los demás, sin advertir su propia falta de misericordia. Otros confunden libertad con capricho y amor con placer. Pero yo no vine a condenar, sino a despertar. Lo que destruyó a Sodoma no fue la falta de normas, sino la pérdida del asombro ante la santidad. Cuando el ser humano deja de ver en el otro un reflejo de Dios, el mal se hace norma y la mentira se disfraza de progreso.

Sin embargo, aun en medio de la ruina, mi misericordia permanece. Si en Sodoma se hubiese encontrado un puñado de justos, la ciudad habría sido salvada. Y te digo más: bastaría un alma verdaderamente arrepentida para abrir la puerta del perdón. Así de grande es la compasión del Padre. No es el pecado lo que tiene la última palabra, sino la conversión. Si la humanidad vuelve su mirada a Dios, incluso las ruinas pueden florecer.

No busques en la historia una excusa para juzgar a otros, sino una llamada a examinar tu propio corazón. Cada vez que eliges la indiferencia en lugar de la compasión, levantas una pequeña Sodoma dentro de ti. Y cada vez que amas, perdonas y ayudas al débil, edificas una Jerusalén nueva. La justicia de Dios no consiste en destruir, sino en restaurar el orden que el pecado ha deformado. Pero si el hombre insiste en vivir contra ese orden, termina por ser consumido por el fuego que él mismo enciende.

Hijo mío, el mensaje de Sodoma y Gomorra no es solo advertencia, sino esperanza. Allí donde la humanidad fracasa, la gracia puede empezar de nuevo. Si el pecado multiplica las ruinas, mi amor multiplica las oportunidades. No olvides que fui yo quien descendió al infierno de los hombres para rescatar a los perdidos. Y aun en el corazón más oscuro, busco una chispa de luz para soplar sobre ella hasta que vuelva a arder.

Por eso, no temas por el mundo, sino ámalo con la verdad. No participes en su corrupción, pero no lo desprecies. Yo sigo caminando entre las ciudades del hombre, esperando ser reconocido. Y cada vez que una sola alma se vuelve a mí, una parte de Sodoma se redime. Porque donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia. Y esa gracia, hijo mío, no dejará de buscarte hasta que en cada corazón, aun en el más herido, resplandezca de nuevo la luz del Amor eterno.

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