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No me refiero a los fieles humildes, sino a esos cristianos cautivados por la teología de la prosperidad y las megaiglesias, donde tu luz se eclipsa bajo la potencia de los reflectores.
Tu Palabra, sencilla y radical como un trueno en el desierto, la han transmutado en espectáculo efímero, promesa de éxito terrenal, elixir para almas hastiadas. Aquel fuego purificador que abrasaba hipocresías lo han diluido en consignas publicitarias, parpadeantes como neones en la noche; el camino estrecho, que exigía entrega total, se pavimenta ahora como un atajo hacia la opulencia, donde el denario brilla más que la fe.
Señor, me hiere el alma contemplar cómo el Evangelio se deshace en frases motivacionales, gotas de miel para paladares ávidos de consuelo instantáneo. La cruz, emblema de tu sacrificio, se vela tras cortinas de luces estroboscópicas y rugidos de aplausos ensordecedores.
¿Dónde yace la verdad desnuda de tus enseñanzas, esa que clamaba por una conversión visceral, no por ovaciones efímeras? ¿Cómo discernir tu voz serena en medio de este estruendo, donde tantos alzan tu nombre como estandarte de sus ambiciones, fingiendo ser tus portavoces?
Ayúdame a escuchar, entre el clamor del mercado, el eco auténtico de tu llamada a la entrega radical. Amén.
Jesús:
Hijo mío, no todo lo que brilla proviene de la luz. Muchos invocan mi nombre, pero no para servirme, sino para servirse de mí. Transforman el Evangelio en mercancía, mi palabra en eslogan, mi cruz en decoración. Les preocupa llenar auditorios más que transformar corazones, y confunden la bendición con el aplauso. Pero el Reino de Dios no se mide por cifras ni por espectáculo: se mide en silencio, en lágrimas ocultas, en almas que aman sin ser vistas.
Cuando estuve entre vosotros, hablé en parábolas sencillas y caminé entre pobres, enfermos y olvidados. No tuve escenario, ni luces, ni riqueza. Mi voz se escuchó entre el polvo de los caminos, no entre altavoces y pantallas. El poder que yo traje no era de este mundo. No se manifestó en la abundancia de bienes, sino en la libertad interior de quienes descubrieron que el amor basta.
La teología de la prosperidad es una tentación antigua con ropajes nuevos. Promete gloria sin sacrificio, éxito sin renuncia, salvación sin cruz. Pero quien busca la riqueza como prueba de mi favor, aún no ha entendido el misterio del Reino. No vine a ofrecer bienestar material, sino vida en abundancia —una abundancia que brota del espíritu, no del bolsillo—. Los que convierten la fe en negocio han olvidado que mi templo es el corazón, no los estadios ni las cuentas bancarias.
Tú preguntas cómo discernir mi voz en medio del ruido. Escucha, hijo mío: mi voz no compite. No grita para imponerse ni promete ventajas mundanas. Habla con mansedumbre, desde dentro, y pide entrega más que aplausos. Allí donde sientas paz sin complacencia, allí donde el alma se humilla y se alegra a la vez, allí estoy yo. No me busques entre los reflectores, sino en el silencio donde el amor no presume de sí.
No te escandalices, pero tampoco te dejes arrastrar por el juicio. Hay entre esas multitudes corazones sinceros que aún no saben lo que buscan. Yo los amo también y los espero, como esperé a Pedro cuando me negó y a Tomás cuando dudó. Tú, ora por ellos, y vive el Evangelio sin adornos, con la misma desnudez con que yo morí en la cruz.
Recuerda: el camino sigue siendo estrecho, y pocos lo encuentran. Pero quien lo halla no necesita luces, porque la luz verdadera arde dentro de él. Yo no busco templos deslumbrantes ni multitudes fascinadas, sino almas que me digan en secreto: "Aquí estoy, Señor, sin nada, pero contigo". Allí, hijo mío, resplandece la verdad que ningún reflector puede eclipsar.

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