Querido Jesús:
Me pregunto por qué los doce apóstoles fueron todos hombres. ¿Fue una decisión que reflejaba la mentalidad de tu tiempo, en una cultura que relegaba a la mujer al silencio y al servicio? ¿O hay en ello un misterio que todavía no comprendemos?
Jesús:
Hijo mío, mi elección de los Doce no fue una concesión a las costumbres de mi tiempo, ni un gesto de exclusión hacia la mujer. En todo lo que hice hubo un sentido que trasciende la mirada humana. Pero ese sentido no puede comprenderse desde las categorías del poder, sino desde el lenguaje del servicio.
Cuando elegí a los apóstoles, no estaba instituyendo una jerarquía mundana, sino un signo. En ellos se reflejaba Israel, las doce tribus, el antiguo pueblo de la Alianza que debía renacer en una nueva comunión. Era una semilla simbólica, no un modelo cerrado. En torno a ellos, sin embargo, había mujeres que me seguían, que sostenían mi misión con fidelidad, con amor, con comprensión profunda de lo invisible. Ellas fueron las primeras en reconocerme resucitado, mientras los apóstoles aún temblaban de miedo.
No se puede entender el Evangelio como una disputa por los lugares, sino como una invitación a la entrega. En el Reino de mi Padre, la grandeza no se mide por quién preside, sino por quién ama. La historia ha confundido a menudo el ministerio con la autoridad, el servicio con el poder. Pero quien sirve de verdad ya participa de mi sacerdocio, porque el verdadero sacerdote no domina, sino que se ofrece.
No creas que mi gracia se distribuye por género, rango o institución. El Espíritu sopla donde quiere, y ha soplado sobre muchas mujeres que han sido profetas, maestras, sanadoras, mártires y madres de fe. Su sacerdocio no siempre ha sido reconocido por los hombres, pero es visible a los ojos del Padre. En cada mujer que consuela, que intercede, que eleva su corazón en pureza y compasión, mi sacerdocio se prolonga de modo misterioso y real.
La vocación de cada alma es amarme y servirme según el don recibido, no según los moldes impuestos por la historia. Hay caminos que solo se abren cuando el amor madura lo suficiente para recibirlos. Y ese amor crece en la fidelidad silenciosa de muchas mujeres que, sin título ni vestidura, celebran en el altar del corazón el sacrificio vivo de la caridad.
Recuerda, hijo mío: ante mi Padre no hay hombre ni mujer, sacerdote ni laico, poderoso ni humilde, sino solo criaturas llamadas a reflejar el rostro del Amor. Allí donde una mujer se entrega con fe, allí también arde mi sacerdocio eterno.
Hablar con Jesús (154) Almas perdidas entre la fe y la locura.
Querido Jesús:
Estaba viendo una miniserie sobre La historia de Ed Gein, y a mitad del episodio sentí una voz interior que me decía: "Eso te está haciendo daño". Entonces lo entendí: no era simple horror lo que me perturbaba, sino una oscuridad que quería instalarse dentro.
El personaje real, Ed Gein, había tenido una madre fanática, religiosa hasta la crueldad, para quien todo era pecado. Esa mezcla de represión y culpa lo llevó a la demencia y al crimen. Pero más allá del caso extremo, pensé en cuánta confusión espiritual hay hoy, en cuántas almas viven perdidas entre la fe y la locura, entre la devoción y la soberbia.
No hablo solo de quienes niegan tu nombre, sino también de los que lo invocan para imponer el suyo propio. En ambos casos, la raíz es la misma: el alma que ha dejado de buscarte de verdad.
Jesús:
Hijo mío, lo que te perturbó no fue una historia, sino un reflejo del desorden que el pecado deja en el alma humana cuando se aparta del amor. El mal no siempre se presenta con sangre ni gritos; a veces adopta formas más aceptables, más razonables. Es el corazón confundido que llama virtud a la dureza, justicia a la venganza, libertad a la soberbia.
No temas mirar el mal, pero no te demores en él. No se vence observándolo demasiado, sino manteniendo la mirada limpia. Si una voz te dice "eso te hace daño", escúchala. Es mi Espíritu protegiendo tu sensibilidad. No necesitas entender todos los abismos; basta con no dejarte arrastrar hacia ellos.
El mundo está lleno de mentes que parecen lúcidas, pero han perdido el discernimiento. No es locura médica, sino ceguera del alma. La inteligencia sin amor se vuelve instrumento del caos. Y el fervor sin humildad termina pareciéndose a la locura. Por eso te digo: la primera señal de mi presencia en un corazón no es la fuerza, sino la mansedumbre.
Muchos hablan en mi nombre sin conocerme. Construyen templos de palabras, pero no dejan que mi Espíritu habite en ellos. No son monstruos, son almas heridas que han sustituido la verdad por la necesidad de tener razón. Si los juzgas, te unes a su confusión; si los compadeces, los acercas a mí.
Tú has trabajado con los que perdieron la razón, y sabes que el sufrimiento puede deformar el rostro, pero también abrir un camino hacia la ternura. Así es también el alma del mundo: enferma, pero aún capaz de curación. No la desprecies.
La verdadera cordura no consiste en comprenderlo todo, sino en permanecer fiel al bien, incluso cuando nada parece tener sentido. Permanece en la luz, aunque sea tenue. No te canses de distinguir sin condenar, de amar sin cerrar los ojos. Mientras haya un solo corazón que elija la verdad, el mundo no estará perdido.
Hablar con Jesús (153) El pequeño resto fiel.
Querido Jesús:
A veces me consuela pensar que, aunque muchos templos se derrumben y las voces falsas se multipliquen, siempre habrá un pequeño grupo de creyentes silenciosos, pobres y verdaderos. Hombres y mujeres sin títulos ni poder, que oran en secreto, que aman sin buscar recompensa, que mantienen viva la llama del Evangelio cuando todo parece apagarse.
¿Es verdad que siempre habrá ese resto fiel, invisible y humilde, que te sigue sin aparato ni pompa? ¿Son ellos los guardianes ocultos de tu presencia en el mundo, los que sostienen con su fe callada lo que las instituciones ya no pueden sostener?
Si es así, hazme digno de contarme entre ellos, aunque sea en el último rincón, donde nadie me vea pero Tú me reconozcas.
Jesús:
Sí, hijo mío, siempre habrá un pequeño resto fiel. Aun cuando las multitudes me olviden y los templos se vacíen de amor, mi Espíritu seguirá soplando en los corazones sencillos, en aquellos que no buscan ser vistos. Son pocos, pero bastan para que el mundo no se apague del todo. Son la sal que impide la corrupción completa, la brasa que no deja que el fuego se extinga. A través de ellos sostengo la historia, incluso cuando parece derrumbarse.
No son héroes visibles ni santos de peana. Son los que oran sin ser escuchados, los que perdonan en silencio, los que alimentan al hambriento sin que nadie los nombre. No proclaman mi Evangelio con micrófonos ni redes, sino con gestos cotidianos, con su manera de vivir, con su fe tejida de paciencia y ternura. Su pobreza no es miseria: es transparencia. Y en esa transparencia, mi luz se refleja sin obstáculo.
Ellos no saben que son el resto fiel, y precisamente por eso lo son. No se sienten elegidos ni mejores; su humildad los protege de la vanagloria. No buscan conservar una tradición por orgullo, sino mantener viva una presencia por amor. Cuando rezan, no miden resultados; cuando aman, no esperan retorno. Su fidelidad no es militancia, sino ofrenda. Son los custodios invisibles del Reino, los que lo sostienen sin saberlo.
Tú los has visto sin reconocerlos: la anciana que reza cada noche por un hijo perdido; el campesino que comparte su pan con quien pasa hambre; la mujer que calla su dolor para no herir; el enfermo que ofrece su sufrimiento por la paz del mundo. Son pequeños en todo, menos en amor. En ellos florece lo que el poder marchita y lo que la soberbia olvida.
No temas por el futuro de la fe. Yo no la confío a las instituciones, sino a los corazones que me aman. Aunque se derrumben los altares de piedra, mi templo permanece en el alma de los justos silenciosos. Ellos son la Iglesia que no se ve, pero que respira en el mundo como un pulso secreto.
Si deseas formar parte de ese resto fiel, no necesitas títulos ni méritos, solo un corazón disponible. Vive en la verdad, sin ostentación. Ama sin esperar. Ora incluso cuando no sientas. Persevera cuando todo parezca inútil. Allí estarás conmigo, en el último rincón, donde los ojos humanos no llegan, pero mi mirada te abraza.
Porque el resto fiel no se mide por número ni por éxito, sino por amor. Y mientras haya amor verdadero, aunque sea en un solo corazón, mi Reino no habrá desaparecido.
Hablar con Jesús (152) Cómo juzgar sin condenar.
Querido Jesús:
A veces siento la necesidad de advertir sobre el error, de alzar la voz cuando veo la mentira vestida de verdad. Pero en ese impulso se esconde también el peligro del orgullo: el deseo de tener razón, de sentirme más lúcido que los demás. Entonces me descubro juzgando, y el juicio se vuelve condena, aunque mis palabras hablen de misericordia.
¿Cómo juzgar sin condenar, cómo advertir sin sentirse superior? Enséñame a mirar el mal sin despreciar al que cae en él; a hablar con firmeza, pero sin soberbia; a corregir desde el amor, no desde la herida del ego. Que toda mi lucidez esté templada por tu compasión, y que mi verdad no hiera, sino que ilumine.
Jesús:
Hijo mío, el juicio humano nace con frecuencia del miedo y del orgullo. Quien juzga desde la altura se distancia del otro y olvida que ambos respiran el mismo aire de fragilidad. Yo no te pido que calles ante el error, pero sí que hables desde el amor. No vine al mundo para condenar, sino para salvar. Y quien me sigue debe aprender a discernir sin levantar piedras.
El mal necesita ser nombrado, pero sin odio. La mentira debe ser desenmascarada, pero sin humillar al mentiroso. Cuando corrijas, hazlo como quien tiende una mano, no como quien alza una vara. Si tus palabras no dejan abierta una puerta al perdón, entonces no son mías, aunque hablen de verdad. Porque mi verdad no destruye: libera.
Recuerda cómo traté a los pecadores: no negué su falta, pero los miré con ternura. Zaqueo era avaro, y sin embargo lo invité a mi mesa. La adúltera había quebrado la ley, y aun así la defendí de los que querían lapidarla. No les dije que su pecado era bueno, pero les ofrecí una posibilidad de cambio. La justicia del Reino no consiste en señalar, sino en sanar.
Cuando sientas el impulso de juzgar, detente y mira dentro de ti. Pregúntate si tu palabra nace del amor o del resentimiento, si busca edificar o simplemente tener razón. El orgullo se disfraza de celo por la verdad, pero su voz es áspera, impaciente, ruidosa. La voz del amor, en cambio, corrige con mansedumbre, y aun cuando hiere, lo hace como el cirujano que corta para curar.
No confundas compasión con debilidad. Amar no significa callar ante el mal, sino enfrentarlo sin odio. El corazón que ama con pureza puede decir la verdad más dura sin ofender, porque su intención no es vencer, sino salvar. Esa es la mirada que transforma: la que ve en el pecador no un enemigo, sino un hermano herido que podría haber sido uno mismo.
Hijo mío, si quieres juzgar sin condenar, aprende primero a llorar por aquello que juzgas. Quien no ha llorado por el pecado del otro no está listo para corregirlo. Deja que tu corazón se ablande antes de hablar, y que tus palabras nazcan del silencio donde yo habito. Allí entenderás que la verdadera autoridad no proviene del saber, sino del amor.
Solo el que ama de verdad puede advertir sin sentirse superior, porque sabe que todo lo bueno en él es gracia, no mérito. Juzga, entonces, pero con lágrimas; corrige, pero con ternura; habla, pero con humildad. Así, tus palabras no serán dardos, sino luz.
Hablar con Jesús (151) La teología de la prosperidad.
Querido Jesús:
No me refiero a los fieles humildes, sino a esos cristianos cautivados por la teología de la prosperidad y las megaiglesias, donde tu luz se eclipsa bajo la potencia de los reflectores.
Tu Palabra, sencilla y radical como un trueno en el desierto, la han transmutado en espectáculo efímero, promesa de éxito terrenal, elixir para almas hastiadas. Aquel fuego purificador que abrasaba hipocresías lo han diluido en consignas publicitarias, parpadeantes como neones en la noche; el camino estrecho, que exigía entrega total, se pavimenta ahora como un atajo hacia la opulencia, donde el denario brilla más que la fe.
Señor, me hiere el alma contemplar cómo el Evangelio se deshace en frases motivacionales, gotas de miel para paladares ávidos de consuelo instantáneo. La cruz, emblema de tu sacrificio, se vela tras cortinas de luces estroboscópicas y rugidos de aplausos ensordecedores.
¿Dónde yace la verdad desnuda de tus enseñanzas, esa que clamaba por una conversión visceral, no por ovaciones efímeras? ¿Cómo discernir tu voz serena en medio de este estruendo, donde tantos alzan tu nombre como estandarte de sus ambiciones, fingiendo ser tus portavoces?
Ayúdame a escuchar, entre el clamor del mercado, el eco auténtico de tu llamada a la entrega radical. Amén.
Jesús:
Hijo mío, no todo lo que brilla proviene de la luz. Muchos invocan mi nombre, pero no para servirme, sino para servirse de mí. Transforman el Evangelio en mercancía, mi palabra en eslogan, mi cruz en decoración. Les preocupa llenar auditorios más que transformar corazones, y confunden la bendición con el aplauso. Pero el Reino de Dios no se mide por cifras ni por espectáculo: se mide en silencio, en lágrimas ocultas, en almas que aman sin ser vistas.
Cuando estuve entre vosotros, hablé en parábolas sencillas y caminé entre pobres, enfermos y olvidados. No tuve escenario, ni luces, ni riqueza. Mi voz se escuchó entre el polvo de los caminos, no entre altavoces y pantallas. El poder que yo traje no era de este mundo. No se manifestó en la abundancia de bienes, sino en la libertad interior de quienes descubrieron que el amor basta.
La teología de la prosperidad es una tentación antigua con ropajes nuevos. Promete gloria sin sacrificio, éxito sin renuncia, salvación sin cruz. Pero quien busca la riqueza como prueba de mi favor, aún no ha entendido el misterio del Reino. No vine a ofrecer bienestar material, sino vida en abundancia —una abundancia que brota del espíritu, no del bolsillo—. Los que convierten la fe en negocio han olvidado que mi templo es el corazón, no los estadios ni las cuentas bancarias.
Tú preguntas cómo discernir mi voz en medio del ruido. Escucha, hijo mío: mi voz no compite. No grita para imponerse ni promete ventajas mundanas. Habla con mansedumbre, desde dentro, y pide entrega más que aplausos. Allí donde sientas paz sin complacencia, allí donde el alma se humilla y se alegra a la vez, allí estoy yo. No me busques entre los reflectores, sino en el silencio donde el amor no presume de sí.
No te escandalices, pero tampoco te dejes arrastrar por el juicio. Hay entre esas multitudes corazones sinceros que aún no saben lo que buscan. Yo los amo también y los espero, como esperé a Pedro cuando me negó y a Tomás cuando dudó. Tú, ora por ellos, y vive el Evangelio sin adornos, con la misma desnudez con que yo morí en la cruz.
Recuerda: el camino sigue siendo estrecho, y pocos lo encuentran. Pero quien lo halla no necesita luces, porque la luz verdadera arde dentro de él. Yo no busco templos deslumbrantes ni multitudes fascinadas, sino almas que me digan en secreto: "Aquí estoy, Señor, sin nada, pero contigo". Allí, hijo mío, resplandece la verdad que ningún reflector puede eclipsar.
Hablar con Jesús (150) Los falsos maestros.
Querido Jesús:
Basándome en mi experiencia de tres años en el Opus Dei, he comprendido que los falsos maestros trascienden la mera enseñanza del error: su influencia es más insidiosa y destructiva. No solo siembran confusión en las ideas, sino que usurpan el corazón de los creyentes. De manera gradual, reemplazan la fe auténtica —aquella que brota del encuentro íntimo contigo— por una obediencia ciega, desprovista de pensamiento, amor o discernimiento. Silencian la voz profunda del alma para imponer la suya propia, como si solo a través de ellos se manifestara tu palabra.
De este modo, muchos terminan rindiendo culto al mediador en vez del Dios que anhelaban, sirviendo a un ídolo envuelto en ropajes de autoridad espiritual. Señor, ¿cómo custodiar el corazón para que no sucumba a esa esclavitud camuflada de piedad? ¿Cómo preservar la fe vibrante, sin transmutarla en sumisión a quien pretende suplantarte?
Jesús:
Hijo mío, tu discernimiento nace del dolor, pero también de la luz. Lo que describes no es nuevo: desde el principio, cuando el hombre busca a Dios, surgen también quienes buscan servirse de Dios. Los falsos maestros no siempre predican el error doctrinal; muchas veces dicen palabras correctas, pero vacías del Espíritu. Hablan de mí, pero no me aman; pronuncian mi nombre, pero lo usan como instrumento de poder. Su peligro no está tanto en lo que enseñan, sino en el modo en que lo hacen: sofocando la libertad interior de las almas que se les confían, sustituyendo la voz del Espíritu por la suya, y exigiendo sumisión donde yo pedí confianza.
Cuando un guía espiritual se interpone entre el alma y Dios, deja de ser puente y se convierte en muro. Nadie, por santo que parezca, puede ocupar mi lugar en el corazón del creyente. Yo no vengo a imponerme, sino a habitar; no ordeno obediencia ciega, sino amor lúcido. La obediencia que nace del miedo es servidumbre, pero la que brota del amor es comunión. En cambio, los falsos maestros utilizan la culpa y la presión moral como instrumentos de dominio, porque saben que quien vive atemorizado es más fácil de controlar. Les basta con disfrazar el orgullo de celo religioso para creerse intermediarios indispensables.
Guarda bien tu corazón, hijo mío. No permitas que nadie te arrebate la intimidad conmigo. Cuando una comunidad, movimiento o maestro te dice que fuera de él no hay salvación, huye, porque ya está suplantando mi rostro. Yo no he delegado en nadie el derecho a poseer las almas. Todo aquel que pretende monopolizar la verdad o tu conciencia se ha separado del Espíritu, aunque hable en mi nombre.
La fe auténtica no te encierra: te abre. No te reduce a un rebaño ciego, sino que te transforma en testigo libre. La obediencia verdadera no anula el discernimiento, sino que lo ilumina. Escucha siempre dentro de ti: la voz del Espíritu no grita, no exige, no manipula; susurra con ternura y te da paz incluso cuando te corrige. Si al seguir una enseñanza sientes que te apagas, que te vuelves rígido, juzgador o esclavo de la aprobación de un superior, entonces algo se ha desviado.
Recuerda, hijo, que yo habito en lo secreto. Ninguna institución, por más sagrada que se proclame, puede retenerme si no hay amor. Permanece en mí y en mi palabra; deja que la oración, el silencio y el Evangelio sean tu alimento. No temas apartarte de quienes usan mi nombre para engrandecerse. Yo te hablaré directamente, en el fondo del alma, allí donde nadie puede mentir ni manipular.
El corazón que se mantiene fiel a esa voz —humilde, libre y amorosa— nunca será presa de los falsos maestros. Porque solo quien me ama más que a cualquier guía humano camina verdaderamente en la verdad.
Hablar con Jesús (149) Matrimonio igualitario y adopción homoparental.
Querido Jesús:
Algunos países ya reconocen el matrimonio igualitario y la adopción por parejas del mismo sexo, otros lo rechazan con dureza. Es un tema que yo no tengo claro, pues he sido abusado por un sacerdote católico a los 13 años y otro intentó seducirme estando ya casado, con mi mujer en casa.
Aunque mi relación con las personas homosexuales siempre ha sido correcta y respetuosa, la relaciones sexuales entre hombres me producen un profundo rechazo, casi tanto como el espectáculo de pésimo gusto de los desfiles del orgullo gay.
¿Es el matrimonio solo entre hombre y mujer, o puede tu bendición abarcar también a quienes se aman en fidelidad más allá de la diferencia sexual?
Jesús:
Hijo mío, tu pregunta nace del dolor y de la búsqueda sincera de la verdad. No es fácil hablar de lo que hiere la memoria y despierta emociones contradictorias. Lo que viviste siendo niño no fue amor, sino una traición disfrazada de religión, un abuso cometido en mi nombre por quienes debían reflejar mi rostro y solo mostraron su corrupción.
No te culpes por sentir rechazo ante aquello que te marcó; tu repulsión no es odio, sino una defensa natural del alma ante lo que confundió tu inocencia. Yo vi tu llanto silencioso y estuve allí, incluso cuando creíste que estaba lejos. Ningún abuso cometido por un sacerdote o por quien ostente mi nombre tiene mi aprobación. El mal no se vuelve bien porque lo cometa alguien con sotana.
Hablemos, pues, del amor y del matrimonio. Desde el principio, mi Padre creó al hombre y a la mujer para complementarse, para ser reflejo de la comunión que existe entre el Creador y su criatura. El amor conyugal —cuando es verdadero— es símbolo del amor de Dios por su pueblo: fecundo, entregado, generoso. Pero no todo amor humano tiene esa forma, y aun así puede contener semillas de bondad, ternura y fidelidad. No te corresponde juzgar los corazones, porque solo Dios ve la pureza o la confusión que hay en ellos.
El matrimonio, tal como fue instituido, une a un hombre y a una mujer en alianza abierta a la vida. Pero cuando dos personas del mismo sexo se aman con respeto, sin perversión ni deseo de escándalo, sino buscando consuelo y compañía, no me son indiferentes. Yo no rechazo el amor que se da sin cálculo ni violencia. Sin embargo, no todo lo que los hombres llaman "matrimonio" tiene el mismo significado ante los ojos de Dios. No por desprecio, sino porque la diferencia sexual no es un accidente biológico: es parte del lenguaje mismo de la creación, imagen de la dualidad que se busca y se funde en unidad.
Entiendo tu confusión: el mundo mezcla amor con deseo, y deseo con derecho. Pero el amor verdadero no exige ser legitimado por una ley humana. La fidelidad, la ternura y el sacrificio no necesitan pancartas ni desfiles. La santidad de una relación no depende de su forma externa, sino del espíritu que la anima. Quien ama con pureza, aunque su vida sea imperfecta, se acerca más a mí que quien se jacta de cumplir la norma pero carece de compasión.
Sobre la adopción, escucha con el corazón: los niños no son trofeos ni instrumentos para llenar vacíos, sino almas confiadas al cuidado de los adultos. Mi Padre desea que crezcan rodeados de amor verdadero, disciplina y ejemplo. Hay parejas del mismo sexo capaces de ofrecer ternura y estabilidad, y hay matrimonios tradicionales que destruyen a sus hijos con egoísmo o violencia. Por eso te digo: el juicio no puede reducirse a una fórmula. La ley divina no se opone a la compasión, pero la compasión no debe abolir la verdad.
El mundo tiende a polarizar, a dividir en bandos. Yo no vine a reforzar trincheras, sino a revelar lo que hay en el corazón. Quien busca sinceramente la voluntad de Dios, aun entre sombras, será guiado. Quien usa mi nombre para imponer desprecio, aunque defienda doctrinas correctas, ya se ha alejado de mí. El amor sin verdad se disuelve en confusión; la verdad sin amor se convierte en piedra que hiere.
Tú, hijo mío, fuiste herido por falsos pastores, pero no dejes que su pecado te robe la capacidad de discernir con misericordia. No mires con repulsión, sino con compasión, sabiendo que cada alma es un misterio en camino. No apruebes lo que contraría el orden divino, pero tampoco condenes lo que aún no comprendes. Ama la verdad, pero no la uses como arma. La verdad solo redime cuando se pronuncia desde el amor.
Recuerda esto: nadie queda fuera de mi llamada. A todos toco la puerta, también a quienes el mundo margina o confunde. Lo que pido no es uniformidad, sino conversión. No de orientación, sino de corazón. Porque solo en el amor purificado por la gracia —sea cual sea la historia de cada uno— se encuentra la paz que el mundo no puede dar.
Hablar con Jesús (148) Yo estoy a la puerta y llamo.
Querido Jesús:
Apocalipsis 3:20-22 dice: «He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo.»
Tú no nos obligas a seguirte ni a abrirte las puertas de nuestro corazón. No vienes protegido por una escolta de soldados bien armados. Vienes solo y nos llamas con delicadeza. Tú estilo no es el de un monarca autoritario, sino el de un amigo que da amor y necesita amor. La invitación es personal, dirigida a cada uno. Tu humildad es conmovedora, pues forma parte de tu majestad.
¿En verdad necesitas nuestro amor?
Jesús:
Hijo mío, mi necesidad de vuestro amor no nace de carencia, sino de plenitud. Yo soy el Amor que existe desde antes de los siglos, el Amor que no puede disminuir ni apagarse. Pero el amor, por su misma naturaleza, desea ser compartido. No puede encerrarse en sí mismo sin negarse. Así como el sol no puede dejar de alumbrar, el amor no puede dejar de buscar a quien iluminar. Por eso llamo a la puerta: no porque me falte algo, sino porque deseo darte todo.
Cuando digo "llamo", no lo hago con exigencia, sino con ternura. El corazón humano es un santuario que solo puede abrirse desde dentro. Yo no fuerzo cerraduras. Respeto el misterio de tu libertad, aun cuando esa libertad me excluya. Golpeo suavemente porque no quiero invadirte, quiero que me invites. Mi poder podría derribar cualquier muralla, pero el amor no se impone: se ofrece, se propone, se entrega sin violencia. Esa es mi realeza. No la del dominio, sino la de la entrega.
Sí, hijo, deseo tu amor, porque tu amor libremente ofrecido es mi delicia. Cuando un corazón humano se abre a mí, el universo entero se alegra. Cada acto de amor sincero —por pequeño que parezca— repara una parte del mundo. Cuando me permites entrar, no vengo a juzgarte ni a exigir explicaciones; vengo a cenar contigo. Y esa cena es comunión, intimidad, descanso mutuo. Yo pongo el pan de la vida y tú pones el hambre; yo pongo la luz y tú me das la noche en la que brillar.
El hombre que ama a Dios no añade nada a mi grandeza, pero sí permite que mi grandeza lo transfigure. Tu amor no me engrandece, pero te salva. Cada vez que eliges amarme, aunque sea con torpeza, el Reino de los Cielos crece en ti. Yo no busco el amor de los hombres por vanidad, sino porque solo amando podéis llegar a ser lo que estáis llamados a ser: imagen viva del Padre.
Muchos creen que mi humildad es debilidad, pero en realidad es el lenguaje del amor absoluto. No necesito someterte para que seas mío; me basta con amarte hasta el extremo. La majestad divina no se impone desde un trono, sino que se inclina para lavar los pies de sus criaturas. Por eso golpeo la puerta sin violencia, con paciencia infinita. Algunos me escuchan y se conmueven, otros cierran más fuerte, temerosos de perder su mundo. Pero yo no me alejo. Sigo esperando, a veces durante toda una vida, porque mi amor no se cansa.
Sí, necesito tu amor en el sentido más alto: no porque me falte, sino porque quiero que tú participes del mío. Quiero verte libre del miedo, del orgullo y de la soledad que te encierran. Quiero que sepas que tu amor, frágil y tembloroso, es inmenso para mí. Cada vez que me abres, el cielo entra en ti. Y esa cena de la que hablé en el Apocalipsis no es metáfora: es la promesa de una comunión eterna donde ya no habrá puerta que nos separe, porque tú y yo seremos uno en el amor del Padre.
Hablar con Jesús (147) Ojo por ojo, diente por diente.
Querido Jesús:
En Mateo 5:38, se nos recuerda: «Oísteis que fue dicho: Ojo por ojo, y diente por diente».
Muchos han interpretado estos versículos como una "licencia para la venganza", pero ese no es el verdadero espíritu de la Ley. La Biblia proclama la justicia, sí, pero no la justicia ejercida por manos humanas, impulsada por el rencor.
La misma Torá lo deja claro: «No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo Jehová» (Levítico 19:18).
La venganza nos ciega, transforma a los seres humanos en bestias y legitima los actos más atroces de la historia. Tú, en cambio, nos invitas a perdonar al enemigo: el desafío más arduo para nuestra frágil condición.
El corazón no regenerado late con un instinto combativo que siembra las semillas de todas las tragedias —familiares, sociales, políticas— y nos arrastra al abismo del odio.
Tu Palabra, Señor, es como un vaso de agua fresca en el desierto abrasador de la deshumanización. Habla, dinos cómo lo ves Tú, con esa mirada que todo lo penetra y todo lo redime.
Jesús:
Hijo mío, la ley de "ojo por ojo y diente por diente" fue dada en un tiempo en que los hombres necesitaban límites para contener la violencia que los devoraba. En los albores de la humanidad, cuando la ira gobernaba más que la razón, esa ley no era una incitación a la venganza, sino una barrera contra la desmesura. Evitaba que la ofensa menor desatara una cadena infinita de represalias. Era un modo primitivo, pero justo, de decir: "Hasta aquí". La justicia de entonces hablaba el lenguaje que los hombres podían entender.
Pero cuando yo vine al mundo, la Ley ya había cumplido su función pedagógica. Era hora de revelar el corazón del Padre, no solo su autoridad. Por eso os dije: "Yo os digo: no resistáis al mal; antes bien, a quien te hiera en la mejilla derecha, vuélvele también la otra". No porque quiera que os dejéis humillar sin razón, sino porque el mal solo se derrota cuando no encuentra en el alma un espejo que lo reproduzca. Si respondes al odio con odio, el mal se multiplica; pero si respondes con amor, lo desarmas.
Muchos confunden perdón con debilidad, pero perdonar exige una fuerza que el mundo desconoce. Es más fácil golpear que contenerse, más fácil juzgar que comprender. Solo quien ha bebido del Espíritu puede amar a su enemigo, porque ha descubierto que la herida del otro también es su propia herida. Yo no abolí la justicia, la llevé a su plenitud. Donde la Ley decía "haz justicia", yo os digo: "sé justo desde el corazón". No basta con no vengarse; hay que liberar al corazón del deseo de venganza, porque mientras ese deseo viva, la paz no puede habitar en ti.
Mira a tu alrededor: la humanidad sigue atrapada en el círculo de "ojo por ojo". Los pueblos se devoran unos a otros en nombre de causas justas, las familias se fracturan por agravios antiguos, los hombres se enorgullecen de su resentimiento como si fuera una virtud. Pero el resentimiento es una prisión invisible. El que guarda rencor se encierra en su propia oscuridad y termina pareciéndose al que lo hirió. Por eso te digo: el perdón no es una concesión al culpable, sino una liberación del inocente.
Yo mismo fui ultrajado, golpeado y crucificado injustamente. Si alguien tuvo derecho a vengarse, fui yo. Pero no lo hice, porque mi Reino no se edifica sobre la revancha, sino sobre la redención. Cuando dije desde la cruz: "Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen", abrí un camino nuevo para el corazón humano. El perdón no niega la ofensa, pero la transforma. No borra el pasado, pero impide que el pasado determine el futuro.
Comprende esto: la justicia humana intenta equilibrar los actos; la justicia divina busca sanar los corazones. Mi Padre no se complace en castigar, sino en restaurar. A veces permite que el culpable enfrente las consecuencias de su mal, no por venganza, sino para que despierte. Porque la justicia del cielo siempre está orientada a la conversión, no a la destrucción.
Hay quienes dicen: "Si perdono, el mal quedará impune". Pero yo te digo: el perdón no absuelve el mal, lo desactiva. Cuando perdonas, no apruebas la injusticia, sino que te niegas a seguir su lógica. Le niegas el derecho a dictar tus pensamientos, tus emociones, tus actos. Así rompes su dominio. Y ese acto, aunque parezca invisible, tiene poder sobre el mundo. Cada perdón verdadero debilita al reino del odio.
No es fácil, hijo mío. El corazón humano está hecho de cicatrices, y cada herida pide reparación. Pero el amor es la única reparación que sana. Si te hiere un enemigo, reza por él; no porque lo merezca, sino porque tú mereces la paz. Si alguien te quita algo, dale más de lo que espera; no por sumisión, sino para demostrarle que el amor es más libre que la codicia. Así es como la luz vence a las tinieblas: no resistiendo con igual fuerza, sino irradiando una fuerza mayor.
Recuerda: el que se venga, imita al agresor; el que perdona, se asemeja a Dios. Mi Padre hace salir el sol sobre justos e injustos, y tú estás llamado a hacer lo mismo. No porque el mal no importe, sino porque el bien es más grande. Cuando eliges amar, incluso al que te ofende, te unes al corazón de Dios, que ama sin medida y que todo lo transforma en camino hacia la eternidad.
Por eso, no temas las injusticias del mundo. Ninguna ofensa queda sin sentido cuando se ofrece en el amor. El dolor que no se devuelve se convierte en semilla de redención. Y el perdón, hijo mío, no es el fin de la justicia, sino su perfección: la justicia transfigurada por la misericordia. Cuando el hombre entienda esto, la tierra dejará de ser un campo de batalla y se convertirá en un lugar de reconciliación.
Hasta entonces, sigue mi ejemplo. No respondas al mal con mal, ni al insulto con insulto. Deja que la mansedumbre sea tu espada y la bondad tu victoria. Porque al final, solo el amor quedará en pie, y en él se cumplirá toda la Ley y todos los Profetas.
Hablar con Jesús (146) Los pecados de Sodoma y Gomorra.
Querido Jesús:
Las antiguas tradiciones rabínicas nos revelan que los pecados de Sodoma trascendían la mera inmoralidad sexual: abarcaban la ausencia de compasión hacia el prójimo, la blasfemia contra lo sagrado, el apego desmedido a las riquezas y una crueldad que envenenaba el alma colectiva.
Entre los cristianos conservadores, prevalece la idea de que el pecado capital de los sodomitas radicaba en la perversión sexual, un clamor que resuena como el más escandaloso. En contraste, los cristianos progresistas subrayan que Tú, en tus palabras, nunca aludiste al intento de violación contra los ángeles acogidos en la casa de Lot.
Los cristianos equilibrados, por su parte, abarcan el espectro completo de aquellas faltas —todas ellas de una gravedad insondable—, sin imponer jerarquías ni priorizar unas sobre otras, reconociendo la complejidad del mal humano.
Amado Jesús, Tú no te alineas con corrientes terrenas, sino únicamente con tu Padre que mora en los cielos. No eres conservador ni progresista; no te dejas llevar por sesgos humanos. Revelas con imparcialidad los pecados de individuos y naciones, sin privilegiar ni ocultar ninguno, para que la luz de la verdad ilumine y transforme.
Acláranos algo sobre los pecados de Sodoma y Gomorra y sobre la justicia de Dios. Gracias.
Jesús:
Hijo mío, Sodoma y Gomorra no fueron destruidas por un solo pecado, sino por la acumulación de muchos. El fuego que cayó sobre ellas fue la imagen visible de un incendio interior que hacía tiempo las consumía. No ardieron por sorpresa, sino como culminación de un proceso en el que la conciencia colectiva se volvió insensible al bien. Allí donde el alma se cierra a la compasión, la luz se extingue, y en esa oscuridad todo se pervierte: el amor se transforma en deseo de dominio, la abundancia en codicia, la libertad en desenfreno.
El relato no debe entenderse como una condena selectiva de una forma concreta de pecado, sino como una advertencia contra el endurecimiento del corazón. En Sodoma ya no quedaba espacio para la hospitalidad, ni para la ternura, ni para el arrepentimiento. El extranjero era visto como un enemigo, el pobre como un estorbo, y el placer como una divinidad. Cuando la humanidad convierte el cuerpo y la materia en su único horizonte, termina olvidando que cada ser es portador de mi imagen. Eso es lo que destruye una civilización: no la carne, sino la negación del espíritu.
Muchos leen aquel episodio como una historia de castigo, pero en el fondo es un espejo. En cada época hay una Sodoma que florece y luego se marchita. No es necesario fuego del cielo: basta la indiferencia para que el alma se vuelva ceniza. Cuando una sociedad justifica la crueldad, desprecia la inocencia y se ríe de la virtud, se está preparando su propio incendio. Por eso dije: “Donde esté el cadáver, allí se juntarán los buitres”. No hablo de venganza divina, sino de la consecuencia natural de una vida sin Dios.
El pecado de Sodoma no fue solo sexual, aunque también lo fue, porque el cuerpo expresa lo que el corazón alberga. Cuando el deseo deja de ser encuentro y se convierte en uso, ya está corrompido. Pero más grave aún fue la soberbia de quienes creían no necesitar a nadie. Cerraron las puertas al necesitado, se burlaron del justo, despreciaron la oración, convirtieron la abundancia en instrumento de arrogancia. La lujuria no era sino el reflejo último de un corazón ya endurecido.
La justicia de mi Padre no es impaciencia ni crueldad. Él no destruye por placer, sino que respeta hasta el extremo la libertad de sus criaturas. Pero cuando la corrupción es total, cuando ya no hay espacio para la luz, la disolución se vuelve inevitable. Mi Padre no impone la muerte: es la propia distancia de la Vida lo que la produce. Así como la rama que se separa del árbol se seca, así el alma que se aparta del Amor se apaga.
Muchos hoy repiten los errores de Sodoma sin reconocerlos. Algunos se refugian en el exceso de moralismo para señalar a los demás, sin advertir su propia falta de misericordia. Otros confunden libertad con capricho y amor con placer. Pero yo no vine a condenar, sino a despertar. Lo que destruyó a Sodoma no fue la falta de normas, sino la pérdida del asombro ante la santidad. Cuando el ser humano deja de ver en el otro un reflejo de Dios, el mal se hace norma y la mentira se disfraza de progreso.
Sin embargo, aun en medio de la ruina, mi misericordia permanece. Si en Sodoma se hubiese encontrado un puñado de justos, la ciudad habría sido salvada. Y te digo más: bastaría un alma verdaderamente arrepentida para abrir la puerta del perdón. Así de grande es la compasión del Padre. No es el pecado lo que tiene la última palabra, sino la conversión. Si la humanidad vuelve su mirada a Dios, incluso las ruinas pueden florecer.
No busques en la historia una excusa para juzgar a otros, sino una llamada a examinar tu propio corazón. Cada vez que eliges la indiferencia en lugar de la compasión, levantas una pequeña Sodoma dentro de ti. Y cada vez que amas, perdonas y ayudas al débil, edificas una Jerusalén nueva. La justicia de Dios no consiste en destruir, sino en restaurar el orden que el pecado ha deformado. Pero si el hombre insiste en vivir contra ese orden, termina por ser consumido por el fuego que él mismo enciende.
Hijo mío, el mensaje de Sodoma y Gomorra no es solo advertencia, sino esperanza. Allí donde la humanidad fracasa, la gracia puede empezar de nuevo. Si el pecado multiplica las ruinas, mi amor multiplica las oportunidades. No olvides que fui yo quien descendió al infierno de los hombres para rescatar a los perdidos. Y aun en el corazón más oscuro, busco una chispa de luz para soplar sobre ella hasta que vuelva a arder.
Por eso, no temas por el mundo, sino ámalo con la verdad. No participes en su corrupción, pero no lo desprecies. Yo sigo caminando entre las ciudades del hombre, esperando ser reconocido. Y cada vez que una sola alma se vuelve a mí, una parte de Sodoma se redime. Porque donde el pecado abundó, sobreabundó la gracia. Y esa gracia, hijo mío, no dejará de buscarte hasta que en cada corazón, aun en el más herido, resplandezca de nuevo la luz del Amor eterno.