miércoles, 19 de marzo de 2025

El infierno según Avicena


Cada religión tiene sus cielos y sus infiernos. El infierno de los musulmanes (Yahannam) tiene siete niveles. Para los musulmanes que descuidaron la oración. Para quienes practican la usura. Para quienes calumniaron a los musulmanes. Para quienes rechazaron la verdad de Dios. Para quienes negaron la existencia de Dios. Para los politeístas. Para los hipócritas.

Avicena creía que las descripciones del Corán sobre el infierno y sus habitantes, eran parábolas, alegorías y metáforas construidas para el entendimiento del vulgo; pero eso no las volvía falsas, sino que más bien eran algo simbólico que escondía un profundo sentido y no debían interpretarse de manera literal.

El primer nivel, el más accesible, está reservado para los musulmanes que creyeron en Dios pero tropezaron en pecados menores. Para Avicena, este podría ser el lugar de las almas que, aun con la semilla de la fe, se dejaron seducir por lo terrenal, sin apartarse del todo de la luz. Su sufrimiento sería una punzada de arrepentimiento, un recordatorio de las oportunidades perdidas para acercarse a lo divino.

El segundo nivel, envuelto en llamas que saltan como lenguas vivas, acoge a quienes, según la tradición, se desviaron parcialmente, como algunos cristianos. En la visión de Avicena, representaría a las almas que intuyeron la verdad pero la nublaron con errores de juicio, atrapadas en un fuego que simboliza su lucha interna por no haber buscado más allá de lo evidente.

El tercer nivel está asociado a quienes, como ciertos judíos, tuvieron acceso a revelaciones pero las ignoraron por apego a lo material. Avicena podría verlo como el estado de las almas que eligieron la comodidad sobre la elevación, aplastadas por su propia negativa a trascender lo físico.

En el cuarto nivel, un incendio furioso castiga a los idólatras, como los sabeos. Para Avicena, este sería el reflejo de quienes depositaron su devoción en cosas vanas —dinero, estatus, placeres—, confundiendo lo pasajero con lo eterno. El rugido del fuego sería la protesta de un alma que nunca miró al cielo interior.

El quinto nivel, un calor sofocante que quema hasta los huesos, está destinado a quienes, como los zoroastrianos, reconocieron algo divino pero lo fragmentaron en falsedades. Avicena lo interpretaría como el tormento de las almas que se acercaron a la verdad pero se perdieron en espejismos, incapaces de abrazar la unicidad que las habría salvado.

El sexto nivel, un abismo de fuego cegador, alberga a los politeístas y a los hipócritas más endurecidos. En la filosofía de Avicena, estas serían las almas que vivieron en la mentira consciente, sin un solo destello de anhelo por lo auténtico, consumidas por una oscuridad que ellas mismas alimentaron con su doblez.

El séptimo y último nivel, un precipicio infinito, es el hogar de los peores transgresores: los hipócritas absolutos y los tiranos como el Faraón. Para Avicena, este sería el destino de las almas completamente mundanas, aquellas que negaron a Dios y al alma sin dudarlo, cayendo en un vacío donde no queda ni el recuerdo de la luz. Es la nada absoluta, el colapso final de un espíritu que jamás quiso elevarse.

Para Avicena, el verdadero infierno no estaba en un lugar físico bajo la tierra, ni el cielo era un paraíso de nubes y jardines colgantes, sino que ambos habitaban en el alma misma del ser humano. El infierno, decía, era la separación de la verdad, el aislamiento de la luz divina que emana del entendimiento y la razón; mientras que el cielo era la unión con esa esencia superior, el estado de plenitud alcanzado a través del conocimiento y la contemplación.

Según Avicena, el destino de las almas estaba intrínsecamente ligado a su disposición interior durante la vida. Aquellas almas que se habían dejado consumir por los apetitos terrenales, que habían vivido esclavas de los vicios y cegadas por el brillo efímero de lo material, se condenaban a sí mismas al infierno. No era un castigo impuesto desde fuera, sino una consecuencia natural de su propia naturaleza.

Estas almas, carentes de anhelos espirituales, habían cerrado los ojos del corazón a la luz de lo divino, y en su existencia no había habido ni un destello de curiosidad por trascender lo que sus manos podían tocar o sus ojos podían ver. Para ellas, Dios y el alma no eran más que palabras vacías, conceptos irrelevantes frente a las riquezas, los placeres y el poder del mundo tangible.

En este sentido, el infierno de Avicena no era un horno ardiente vigilado por demonios, sino un estado de vacío eterno, una oscuridad autoimpuesta donde el alma, privada de toda conexión con la verdad, se consumía en su propia insuficiencia.

Por el contrario, las almas que habían cultivado el deseo de conocer, que habían alzado la mirada hacia lo invisible y habían buscado la esencia más allá de la carne, alcanzaban la salvación, no como un premio, sino como el fruto natural de su esfuerzo. Así, para Avicena, el juicio no lo dictaba un tribunal celestial, sino que cada ser humano lo forjaba con sus propias elecciones, tejiendo su cielo o su infierno hilo a hilo a lo largo de su vida.

Para Avicena, los siete niveles del infierno podían entenderse como grados de alejamiento de la luz divina, una metáfora de la degradación del alma humana. Las almas de quienes murieron sin anhelos espirituales, atrapadas en su mundanidad y materialismo, ocuparían esos estratos según la intensidad de su ceguera. No era el fuego físico lo que las consumía, sino su propia incapacidad de elevarse, su rechazo a mirar más allá de los ojos de la carne. Cada nivel, en su interpretación, simbolizaba un paso más hacia la nada, un hundimiento en la ignorancia y la desconexión, donde el tormento no era impuesto por un guardián infernal, sino que brotaba del interior del alma misma, privada para siempre de la paz que solo el conocimiento y la cercanía a Dios podían otorgar.

En las descripciones del Yahannam que circulaban entre los creyentes, los condenados enfrentaban tormentos tan vívidos como espantosos. Se decía que comerían del árbol de zaqum, cuyos frutos, amargos y ardientes como cabezas de demonios, les desgarrarían las entrañas, y que beberían pus nauseabundo o agua hirviendo que les escaldaría la garganta y el vientre. Estas imágenes, cargadas de horror, resonaban en las mezquitas y los mercados, grabándose en la mente del pueblo como un recordatorio del precio del pecado.

Avicena, no obstante, con su inclinación por desentrañar significados más profundos, habría visto en estos castigos algo más que sufrimiento físico. Para él, el zaqum no era solo un árbol infernal, sino un símbolo de las elecciones viles que el alma hacía en vida: los frutos amargos de la codicia, la lujuria y la envidia, que, una vez ingeridos, corroían el espíritu desde dentro. Comer zaqum sería, entonces, la consecuencia natural de haberse alimentado solo de lo material, de haber buscado sustento en lo que envenena en lugar de en lo que eleva. Del mismo modo, el pus y el agua hirviendo no serían meros líquidos de tormento, sino la representación de lo que las almas mundanas bebieron en su existencia: falsas promesas, placeres efímeros y pasiones descontroladas que, lejos de saciar, quemaban y corrompían su esencia.

En esta visión, los siete niveles de Yahannam se poblaban de almas que, según su grado de ceguera, enfrentaban estas pruebas. En Yahannam, el primer nivel, el zaqum podría ser apenas un bocado ocasional, un recordatorio para los pecadores leves; pero en Hawiya, el abismo final, los condenados se ahogarían en ríos de pus, reflejo de una vida totalmente entregada a la podredumbre espiritual. Avicena no negaría la fuerza de estas imágenes —sabía que eran esenciales para guiar al vulgo—, pero insistiría en que su verdadero peso estaba en el alma: el zaqum y el agua hirviente eran el destino inevitable de quienes, al cerrar los ojos a lo divino, se condenaron a consumir solo las sobras de su propia miseria. Así, el infierno no era un castigo ajeno, sino el espejo grotesco de una vida mal vivida.

El zaqum, descrito en el Corán como un árbol maldito que crece en las profundidades de Yahannam (Sura 37:62-68, 44:43-46, 56:52-56), es una de las imágenes más inquietantes del infierno musulmán. Sus frutos, comparados a cabezas de demonios, son el alimento forzado de los condenados: un sustento que, lejos de nutrir, hiere y quema, llenando el estómago de dolor y desesperación. Para el vulgo, esta visión era un castigo literal, una advertencia tangible del sufrimiento que aguardaba a los pecadores. Sin embargo, Avicena, con su mente inclinada hacia lo simbólico, habría desentrañado en el zaqum un significado más profundo, un reflejo de las condiciones internas del alma.

Para Avicena, el zaqum podría simbolizar las consecuencias de una vida dedicada a los deseos materiales y los vicios. Así como un árbol arraiga en la tierra y extrae de ella su sustento, el zaqum brotaría de las elecciones terrenales de los condenados: sus raíces se hundirían en la avaricia, la lujuria, el orgullo y la ignorancia deliberada. Sus frutos, descritos con tan horrenda forma, representarían el resultado inevitable de esas pasiones: placeres que al principio parecen apetitosos, pero que, al consumirse, se revelan venenosos, dejando tras de sí solo sufrimiento y vacío. Comer zaqum, entonces, no sería un castigo impuesto por un juez externo, sino la culminación natural de haberse alimentado en vida de lo falso, de haber buscado satisfacción en lo que corrompe en lugar de en lo que eleva.

Además, el árbol mismo, creciendo en el corazón del infierno, podría verse como un símbolo de la perversión de la naturaleza humana. En el pensamiento de Avicena, el alma tiene el potencial de ascender hacia la luz divina a través del conocimiento y la virtud, como un árbol que se alza hacia el sol. Pero cuando elige lo mundano, ese potencial se invierte: el zaqum encarna esa distorsión, un árbol que no da vida, sino muerte, enraizado en la negación de lo espiritual. Sus espinas y su amargura serían el eco de una existencia sin anhelos elevados, donde el alma, al rechazar la verdad, se condena a devorar su propia ruina.

Así, en la interpretación de Avicena, el zaqum no sería solo un elemento del paisaje infernal, sino una metáfora poderosa del destino autoinfligido. Cada bocado que los condenados tragan en Yahannam reflejaría las veces que, en vida, prefirieron lo efímero a lo eterno, lo vil a lo noble. Lejos de ser un mero tormento físico, el zaqum simbolizaría el hambre eterna del alma que, al apartarse de Dios y de la razón, queda atrapada en un ciclo de insatisfacción y autodestrucción.

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