domingo, 16 de marzo de 2025

Frascos de emociones


Cada noche, Gregorio baja al sótano con una linterna en la mano. El haz de luz danza sobre las estanterías polvorientas. Los frascos brillan al ser enfocados, como si las emociones que contienen latieran con vida propia. No recuerda cómo llegaron allí ni quién los etiquetó con esa caligrafía tan precisa que no parece humana, pero siente que son suyos, que siempre lo han sido.

Esa noche, se detiene frente a un frasco pequeño, de vidrio opaco, con la etiqueta "Alegría de un día de lluvia". Lo toma con cuidado, casi con reverencia, y lo destapa. Un aroma a tierra mojada y risas lejanas se desprende, llenando el aire húmedo del sótano. Por un instante, Gregorio cierra los ojos y se deja llevar: recuerda una tarde corriendo bajo la lluvia, descalzo, con alguien cuya cara ya no puede distinguir. Pero el momento se desvanece rápido, y el frasco queda vacío en sus manos, como si la emoción se hubiera escapado para siempre.

Suspira y lo coloca de nuevo en el estante, preguntándose cuánto tiempo más podrá seguir abriendo frascos antes de que no quede nada dentro de ellos. Arriba, el viento golpea las ventanas rotas de la casa, y Gregorio sabe que mañana buscará otro frasco, otra emoción, otra pieza de un pasado que se le escapa como arena entre los dedos.

Gregorio no siempre había vivido en esa casa abandonada. Antes, habitaba un apartamento pequeño en la ciudad, rodeado de ruido y rostros borrosos que se detenían a mirarlo como si no fuese más que una pieza de museo, pero no un ser  humano. Fue allí, en una madrugada insomne, cuando encontró el primer frasco. Estaba metido en una caja de cartón que alguien dejó en la acera, junto a un montón de trastos viejos. La etiqueta, escrita a mano con tinta desvaída, decía "Remordimiento de medianoche". Intrigado, lo abrió, y un peso helado le apretó el pecho, trayendo consigo el eco de una discusión que nunca tuvo, pero que sintió como propia. Guardó el frasco, sin saber por qué, y los días siguientes lo olvidó.

Semanas después, mientras caminaba por un mercado de segunda mano, vio otro: "Nostalgia de patio trasero", escondido entre libros mohosos y lámparas rotas. Al destaparlo, olió a césped recién cortado y escuchó el crujido de una hamaca que se mecía en algún patio lejano. No pudo resistirse; lo compró por unas monedas y lo llevó a casa. Pronto, los frascos comenzaron a aparecer como si lo buscaran: en el fondo de un cajón prestado, bajo el asiento de un autobús, en el bolsillo de un abrigo que no era suyo. Cada uno traía una emoción distinta, un fragmento de vida que no le pertenecía, pero que se instalaba en él como si siempre hubiera estado ahí.

Un día, los frascos ya no cabían en su apartamento. Las estanterías se doblaban bajo su peso, y Gregorio empezó a soñar con ellos: veía manos desconocidas sellándolos, escuchaba susurros que nombraban las emociones mientras las atrapaban en el vidrio. Despertaba sudando, con la certeza de que no era casualidad. Fue entonces cuando decidió mudarse a la casa abandonada en las afueras, un lugar que parecía esperar por él y su colección. El sótano, con sus paredes húmedas y su silencio siniestro, se convirtió en el refugio perfecto para los frascos, que ahora llenaban cada rincón.

A veces, Gregorio se preguntaba si los frascos eran un regalo o una maldición. ¿De dónde venían? ¿Quién los había creado? En sus noches más oscuras, imaginaba a un artesano solitario, destilando emociones humanas como un alquimista enloquecido, liberándolas al mundo para que alguien como él las encontrara. Otras veces, temía que los frascos fueran pedazos de sí mismo, fragmentos que había perdido sin darse cuenta y que ahora reclamaban su lugar. Pero nunca buscó respuestas fuera de la casa; algo en él sabía que el origen de los frascos estaba ligado a su propia existencia, y que entenderlos significaría enfrentarse a una verdad que aún no estaba listo para enfrentar.

La idea de que los frascos contuvieran emociones humanas capturadas comenzó a obsesionar a Gregorio. No era solo la intensidad con la que lo golpeaban al abrirlos, sino la forma en que parecían desvanecerse una vez liberadas, como si hubieran cumplido un propósito. Empezó a estudiarlos más de cerca, a catalogar sus efectos. "Miedo de tormenta" le aceleraba el pulso y llenaba sus oídos con el rugido del trueno; "Amor de un instante" le calentaba el pecho antes de dejarlo vacío y frío. Cada frasco era una experiencia completa, pero fugaz, como si alguien hubiera destilado el alma de un momento y la hubiera atrapado en vidrio.

Una noche, mientras examinaba un frasco etiquetado "Dolor de despedida", notó algo nuevo: un residuo en el fondo, un polvo grisáceo que no había visto antes. Lo vertió con cuidado en su palma y lo acercó a la luz de la linterna. No era polvo, sino cenizas finas, casi imperceptibles. El descubrimiento lo estremeció. ¿Y si las emociones no eran solo capturadas, sino extraídas de alguien? ¿Y si cada frasco era el eco de una persona que ya no estaba, su esencia reducida a una emoción encerrada en un frasco sellado?

Gregorio comenzó a experimentar. Abrió "Risa de infancia" y, mientras el sonido de carcajadas llenaba el sótano, buscó las cenizas. Allí estaban, apenas visibles, adheridas al vidrio como un secreto. Probó con otros —"Ira de traición", "Paz de amanecer"— y siempre encontraba lo mismo: un rastro de cenizas, un susurro de algo humano que había sido despojado. La teoría cobró forma en su mente: alguien, o algo, había encontrado una manera de arrancar emociones de las personas, dejando tras de sí solo esos restos. Pero ¿cómo? ¿Y por qué terminaban en sus manos?

Las noches siguientes las pasó revisando los frascos, buscando patrones. Algunos tenían etiquetas más desgastadas, como si fueran antiguos; otros parecían recientes, con tinta aún brillante. Imaginó a un recolector invisible, moviéndose entre multitudes, robando fragmentos de alegría, tristeza o terror, y luego encerrándolos para que no se perdieran en el olvido. Pero la pregunta que lo atormentaba era más personal: ¿por qué él? ¿Era un guardián, un ladrón involuntario, o simplemente el último eslabón de una cadena que no entendía?

Una madrugada, mientras sostenía "Esperanza de enfermo", sintió algo distinto al abrirlo: un calor que no se desvaneció de inmediato, una voz casi audible que susurró "gracias". Las cenizas cayeron al suelo, y por primera vez, Gregorio lloró, no por la emoción del frasco, sino por la certeza de que estaba conectado a ellas. Tal vez los frascos no eran solo emociones capturadas; tal vez eran pedazos de almas buscando ser recordadas, y él, sin saberlo, se había convertido en su custodio.

Las cenizas en el fondo de los frascos se convirtieron en el enigma que Gregorio no podía ignorar. Cada vez que abría uno y encontraba esos restos grises, sentía que estaba rozando una verdad más grande, algo que iba más allá de las emociones mismas. Decidió investigarlas, aunque no sabía por dónde empezar. Con las herramientas rudimentarias que tenía en la casa abandonada —una lupa vieja, un frasco vacío para recoger muestras y una lámpara de aceite que apenas alumbraba—, comenzó a analizarlas.

Primero, notó que las cenizas variaban ligeramente entre sí. Las de "Soledad de invierno" eran más oscuras y pesadas, mientras que las de "Euforia de victoria" eran casi translúcidas, como si la luz de la emoción hubiera impregnado hasta los restos. Bajo la lupa, vio que no eran uniformes: había diminutas partículas que brillaban como cristal y otras que parecían fragmentos orgánicos, carbonizados. La idea de que pudieran ser humanas lo atravesó como un relámpago, pero no tenía forma de confirmarlo en el sótano. Necesitaba respuestas externas, algo que rompiera el aislamiento de su refugio.

Una mañana, con una bolsa llena de frascos vacíos y sus cenizas cuidadosamente atesoradas, Gregorio salió de la casa por primera vez en meses. Caminó hasta un pueblo cercano, donde recordaba haber visto una pequeña biblioteca con un laboratorio improvisado que usaban los estudiantes. Allí, una mujer mayor, con gafas gruesas y manos temblorosas, accedió a ayudarlo tras verlo insistir con una mezcla de desesperación y curiosidad. Ella examinó las cenizas bajo un microscopio básico y, tras un largo silencio, levantó la vista con una expresión que Gregorio no pudo descifrar.

—No son solo cenizas —dijo finalmente—. Hay restos celulares, carbonizados, pero preservados de una forma que no entiendo. Y esto... —señaló unas partículas brillantes— parece silicio, como vidrio fundido. Es como si algo hubiera sido quemado y sellado al mismo tiempo.

Gregorio sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

—¿Restos celulares? ¿De personas?

—No lo sé —respondió ella, cautelosa—. Podrían serlo. Pero necesitarías un equipo más avanzado para estar seguro. Lo que sí te digo es que esto no es natural. Algo, o alguien, los procesó.

De regreso en el sótano, las palabras de la mujer resonaban en su cabeza. Restos celulares y vidrio fundido. Imaginó un proceso macabro: emociones arrancadas de cuerpos vivos o moribundos, quemadas hasta reducirlas a su esencia, y luego atrapadas en frascos como trofeos. Pero las partículas de silicio lo desconcertaban. ¿Y si el vidrio no era solo un contenedor, sino parte del proceso? ¿Y si los frascos se formaban al mismo tiempo que las cenizas, como una especie de alquimia imposible?

Revisando un frasco que aún no había abierto —"Tristeza de un nombre olvidado"—, encontró una pista más. Al inclinarlo, algo diminuto cayó junto a las cenizas: un fragmento de papel quemado, apenas legible. Forzando la vista bajo la luz parpadeante, distinguió dos palabras: "Fábrica de vidrio". El corazón le dio un vuelco. ¿Era una casualidad, o un indicio del origen? Recordó haber pasado, años atrás, por las ruinas de una antigua fábrica de vidrio a las afueras de la ciudad, un lugar abandonado mucho antes de que él encontrara el primer frasco.

Gregorio supo que tenía que ir allí. Si las cenizas eran el rastro de un proceso, y los frascos su resultado, la fábrica podía ser el lugar donde todo comenzó. Con el frasco en la mano y una mezcla de miedo y determinación, decidió que al amanecer partiría hacia las ruinas, buscando el nacimiento de las emociones que ahora lo perseguían.
 Al amanecer, Gregorio emprendió el camino hacia la fábrica de vidrio abandonada. Llevaba una mochila con lo esencial: una linterna, un cuaderno donde había anotado sus observaciones sobre los frascos, y "Tristeza de un nombre olvidado" envuelto en un trapo, como si fuera un talismán. El trayecto era largo, a través de campos resecos y caminos de tierra que serpenteaban entre colinas bajas. Mientras caminaba, el viento traía un olor a óxido y ceniza que parecía guiarlo, como si el lugar lo estuviera llamando.

Llegó al mediodía. La fábrica se alzaba como un esqueleto de metal y cristal roto, sus chimeneas quebradas apuntando al cielo gris. Las ventanas estaban destrozadas, y las paredes, cubiertas de hiedra y grafitis desvaídos, parecían a punto de colapsar. Gregorio sintió un escalofrío al cruzar el umbral; el aire dentro era denso, cargado de un silencio que no era natural. Sus pasos resonaban en el suelo cubierto de polvo y fragmentos de vidrio, algunos tan finos que crujían como arena bajo sus botas.

Exploró primero el área principal, donde hornos oxidados se alineaban en filas. Los restos de vidrio fundido, solidificados en formas grotescas, colgaban de las máquinas como si el tiempo los hubiera congelado en plena agonía. Encontró etiquetas despegadas, amarillentas por los años, pero ninguna legible. Sin embargo, al adentrarse más, llegó a una escalera que descendía a un nivel inferior. El aire se volvió más frío y húmedo, y un leve zumbido, casi imperceptible, comenzó a vibrar en sus oídos.

Abajo, el sótano de la fábrica era un laberinto de corredores estrechos y salas olvidadas. En una de ellas, encontró lo que buscaba: una mesa larga cubierta de frascos vacíos, algunos idénticos a los suyos, otros rotos o deformados. Junto a ellos, había herramientas extrañas: tubos de metal con puntas afiladas, un embudo con manchas oscuras, y un cuaderno de tapas negras. Gregorio lo abrió con manos temblorosas. Las páginas estaban llenas de diagramas y notas en una letra apretada. Hablaban de "extracción emocional", de "calor para sellar la esencia" y de "cenizas como residuo inevitable". Una frase subrayada le heló la sangre: "El vidrio no solo contiene; transforma".

Siguiendo las indicaciones de un mapa garabateado en el cuaderno, llegó a una cámara oculta detrás de una pared falsa. Allí, el zumbido se hizo más fuerte. En el centro de la sala había una máquina monstruosa, un híbrido de horno y prensa, con tuberías que serpenteaban hasta un tanque lleno de un líquido viscoso y brillante. A su alrededor, montones de cenizas grises cubrían el suelo, salpicadas de fragmentos de vidrio que reflejaban la luz de su linterna. Gregorio entendió al instante: era el lugar donde nacían los frascos. La máquina, de alguna forma, extraía emociones —quizá de trabajadores, quizá de víctimas— y las fundía con vidrio, dejando las cenizas como desecho.

Abrió "Tristeza de un nombre olvidado" y dejó que la emoción lo envolviera. Una voz débil murmuró un nombre —"Clara"— y luego se desvaneció, mientras las cenizas caían al suelo y se mezclaban con las del lugar. Gregorio sintió que no estaba solo. Las paredes parecían susurrar, y por un instante creyó ver sombras moviéndose en los reflejos del vidrio roto. Retrocedió, con el cuaderno apretado contra el pecho, sabiendo que había encontrado el origen, pero también algo más: la fábrica no estaba tan abandonada como parecía. Algo, o alguien, seguía vigilando, y los frascos que había llevado consigo eran solo el comienzo.
 
Gregorio se quedó mirando la máquina en la cámara oculta, su mente dando tumbos mientras intentaba descifrar cómo funcionaba el proceso de extracción descrito en el cuaderno. Las notas eran fragmentarias, llenas de términos vagos y referencias a conceptos que parecían más místicos que científicos, pero entre las líneas emergía una imagen perturbadora. Decidió reconstruir el proceso paso a paso, usando lo que veía frente a él y las pistas del texto.

El cuaderno mencionaba un "sujeto" como punto de partida. No especificaba si eran voluntarios, prisioneros o víctimas desprevenidas, pero Gregorio imaginó a alguien atado o engañado para entrar en la fábrica. La máquina, con sus tubos y puntas afiladas, parecía diseñada para conectar al sujeto directamente. Uno de los diagramas mostraba una aguja insertada en la base del cráneo, con líneas que indicaban "flujo emocional" hacia el tanque de líquido viscoso. El texto lo llamaba "catalizador", un compuesto que, según las notas, "disuelve la barrera entre mente y materia". Gregorio supuso que era algún tipo de droga o agente químico, algo que amplificaba las emociones hasta volverlas tangibles.

El siguiente paso era el calor. El horno central de la máquina, con su interior ennegrecido y marcas de quemaduras, debía activarse una vez que el catalizador hacía efecto. Las notas describían cómo las emociones, ahora "liberadas" del sujeto, se canalizaban a través de las tuberías hacia una cámara de fundición. Allí, el vidrio líquido —preparado en los hornos de la fábrica— se mezclaba con la esencia emocional. El calor no solo sellaba la emoción en el frasco, sino que, según el cuaderno, "la transformaba en un estado permanente". Las cenizas, entonces, eran el subproducto: restos del cuerpo o la mente del sujeto, quemados en el proceso de extracción hasta reducirse a polvo.

Gregorio encontró un detalle escalofriante en una página arrugada: "El sujeto no siempre sobrevive. La intensidad de la emoción determina la pérdida." Esto explicaba por qué algunos frascos, como "Dolor de despedida" o "Ira de traición", eran tan abrumadores; debían haber sido extraídos de momentos de sufrimiento extremo, tal vez al costo de la vida misma. Otros, como "Alegría de un día de lluvia", parecían más suaves, quizá tomados de sujetos que resistían el proceso.

La máquina frente a él estaba en silencio, pero las manchas oscuras en los tubos y el olor a quemado que impregnaba el aire sugerían que había sido usada alguna vez, quizás muchas. Gregorio se acercó al tanque de catalizador y vio que aún quedaba un resto del líquido, brillando con un tono ámbar bajo la luz de su linterna. Tentado, rozó el borde con un dedo y sintió un cosquilleo que le subió por el brazo, seguido de un destello de tristeza ajena que no pudo ubicar. Retrocedió, comprendiendo que incluso los residuos eran peligrosos.

El cuaderno también insinuaba un propósito mayor. Una nota garabateada al final decía: "Recolectar para preservar. La memoria humana se desvanece; los frascos no." ¿Era eso? ¿Un intento de capturar la esencia de la humanidad antes de que se perdiera en el tiempo? Pero entonces, ¿por qué dejar los frascos dispersos para que él los encontrara? Gregorio sintió que el proceso no había terminado. La fábrica, con su zumbido tenue y sus sombras inquietas, parecía esperar algo —o a alguien— para volver a encenderse. Y él, con el cuaderno en mano y los frascos en su vida, estaba atrapado en el centro de ese misterio.

La historia de la fábrica de vidrio comenzó décadas atrás, en una época de auge industrial que ya se desvanecía en la memoria colectiva. Construida en los años 20 por una familia de vidrieros conocida como los hermanos Valtieri, la fábrica originalmente se dedicaba a producir botellas y cristalería fina para exportación. Situada estratégicamente cerca de un río y rodeada de arena de calidad, prosperó durante un tiempo, empleando a cientos de trabajadores del pueblo cercano. Sin embargo, los registros públicos que Gregorio recordaba vagamente —de alguna visita escolar o un artículo olvidado— decían que cerró en los años 50 tras un incendio devastador. Oficialmente, se culpó a un fallo en los hornos. Pero el cuaderno y las ruinas contaban otra historia.

Las notas sugerían que los Valtieri no eran solo artesanos del vidrio, sino experimentadores obsesionados con algo más profundo. El patriarca, Lorenzo Valtieri, había viajado por Europa en su juventud, regresando con ideas excéntricas sobre la alquimia y la "esencia del alma". Según el cuaderno, fue él quien diseñó la primera versión de la máquina de extracción, convencido de que las emociones humanas podían ser destiladas y preservadas como un material precioso. Las primeras pruebas, anotadas con fechas de los años 30, usaban voluntarios —trabajadores pobres atraídos con promesas de pago— y un líquido experimental que Lorenzo había traído de sus viajes, posiblemente el precursor del catalizador ámbar que Gregorio había encontrado.

Al principio, el proceso era rudimentario. Los frascos resultantes eran imperfectos, las emociones débiles o inestables, y los sujetos sobrevivían, aunque aturdidos. Pero Lorenzo no se detuvo. Con el tiempo, perfeccionó la máquina, y las notas se volvieron más oscuras. Hablaban de "sacrificios necesarios" y de emociones tan puras que solo podían extraerse en el límite entre la vida y la muerte. La fábrica comenzó a operar en secreto, alejada de los ojos del pueblo. Los trabajadores diurnos producían vidrio común, mientras que un grupo selecto, leal a Lorenzo, trabajaba de noche en el sótano en lo que él llamaba "el verdadero arte".

El incendio de los 50 no fue un accidente, al menos no según el cuaderno. Una entrada fechada en 1953 describía un motín: varios sujetos escaparon durante una extracción masiva, derribando lámparas y provocando que el fuego se extendiera desde los hornos. Lorenzo murió esa noche, atrapado en el sótano, y la mayoría de los frascos terminados fueron destruidos o dispersados en el caos. La familia Valtieri, diezmada y arruinada, abandonó el lugar, y el pueblo, temeroso de los rumores sobre "frascos malditos" y desapariciones, dejó que las ruinas se pudrieran.

Sin embargo, la historia no terminaba ahí. El cuaderno mencionaba un sucesor, un aprendiz de Lorenzo cuyo nombre estaba tachado en todas las páginas. Este hombre, anónimo pero persistente, reconstruyó la máquina en los años siguientes, trabajando solo o con cómplices desconocidos. Las fechas más recientes en el cuaderno —algunas de los años 80— indicaban que la producción de frascos continuó en pequeñas cantidades, esparcidos deliberadamente por el mundo como parte de un plan que Gregorio no podía descifrar. ¿Era una misión de preservación, como sugería la nota sobre la memoria humana? ¿O algo más siniestro, un experimento que nunca terminó?

Mientras exploraba las ruinas, Gregorio encontró rastros de esa última etapa: huellas recientes en el polvo, una lata de conservas oxidada, y un frasco a medio formar en la máquina, su etiqueta en blanco. La fábrica había estado viva mucho después de lo que el mundo creía, y tal vez aún lo estaba. El zumbido que sentía, las sombras que parecían moverse, no eran ecos del pasado, sino señales de un presente inquietante. Lorenzo había plantado la semilla, pero alguien más había regado el árbol, y Gregorio, sin quererlo, era ahora parte de su cosecha.

Cuando Gregorio despertó del sueño, estaba confuso y angustiado. Las imágenes de la fábrica de vidrio, los frascos y las cenizas aún giraban en su mente como fragmentos de una pesadilla que se negaba a desvanecerse. Se frotó los ojos con fuerza, como tratando de borrar las visiones. Se levantó de la cama, bostezó y arrastró los pies hasta el baño. El agua de la ducha salía fría, pero dejó que le golpeara la cara, esperando que lo anclara a la realidad.

Juan Julio Alfaya. *La mujer sin ego*. Página 106.

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