martes, 25 de noviembre de 2025

¿Qué hacemos con los idiotas?

—Gracias por avisar.

Los idiotas surgen sin previo aviso, en un momento en que no te lo esperas. No estás preparado. Simplemente deseas hacer algo, desplazarte o disfrutar de un paisaje, trabajar o gozar de la vida, digamos vivir, simplemente vivir, a tu aire. Pero de repente surge la idiotez humana.

La idiotez no es un personaje, sino una presencia. No mira: invade. No piensa: interrumpe. Es la sombra que se cuela en el gesto más sencillo y lo enturbia, como si la vida, incapaz de tolerar un instante de claridad, enviara emisarios para recordarte que la paz siempre es provisional.

Uno quisiera combatirlos, pero ¿cómo se combate a alguien que no está del todo ahí? La idiotez no es una intención; es un clima. Una especie de humedad espiritual que se filtra por cualquier rendija. Intentas apartarte, pero allí está: en la palabra innecesaria, en el comentario torpe, en la obstinación de quien no entiende y sin embargo persevera.

¿Qué hacemos entonces? Uno aprende, a fuerza de golpes, que lo único sensato es no entrar en su juego. No porque se sea mejor, sino porque participar equivale a hundirse en la misma ciénaga. La idiotez exige reacción; se alimenta del que replica. El silencio, en cambio, la desconcierta. No la vence —la idiotez es invencible—, pero la deja suspendida, sin eco donde expandirse.

A veces, el idiota es un desconocido; otras, un rostro familiar. Y en ocasiones, si se mira con cuidado, el idiota se parece peligrosamente a uno mismo. Tal vez por eso irrita tanto: porque revela una fragilidad que preferimos ignorar.

¿Qué hacemos con los idiotas? Nada. Dejarlos pasar como se deja pasar una nube pesada. Apartarse un poco para que no manchen demasiado. Y recordar que, pese a su torpeza, también ellos forman parte del paisaje: un recordatorio involuntario de que la lucidez, cuando aparece, vale más precisamente porque es rara.

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