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—Gracias por avisar. |
La idiotez no es un personaje, sino una presencia. No mira: invade. No piensa: interrumpe. Es la sombra que se cuela en el gesto más sencillo y lo enturbia, como si la vida, incapaz de tolerar un instante de claridad, enviara emisarios para recordarte que la paz siempre es provisional.
Uno quisiera combatirlos, pero ¿cómo se combate a alguien que no está del todo ahí? La idiotez no es una intención; es un clima. Una especie de humedad espiritual que se filtra por cualquier rendija. Intentas apartarte, pero allí está: en la palabra innecesaria, en el comentario torpe, en la obstinación de quien no entiende y sin embargo persevera.
¿Qué hacemos entonces? Uno aprende, a fuerza de golpes, que lo único sensato es no entrar en su juego. No porque se sea mejor, sino porque participar equivale a hundirse en la misma ciénaga. La idiotez exige reacción; se alimenta del que replica. El silencio, en cambio, la desconcierta. No la vence —la idiotez es invencible—, pero la deja suspendida, sin eco donde expandirse.
A veces, el idiota es un desconocido; otras, un rostro familiar. Y en ocasiones, si se mira con cuidado, el idiota se parece peligrosamente a uno mismo. Tal vez por eso irrita tanto: porque revela una fragilidad que preferimos ignorar.
¿Qué hacemos con los idiotas? Nada. Dejarlos pasar como se deja pasar una nube pesada. Apartarse un poco para que no manchen demasiado. Y recordar que, pese a su torpeza, también ellos forman parte del paisaje: un recordatorio involuntario de que la lucidez, cuando aparece, vale más precisamente porque es rara.

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