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León XIV es acusado de encubrimiento al menos del P. Lute |
1. El abuso destruye la capacidad de nombrar lo ocurrido
El impacto psicológico de un abuso sexual no es sólo el acto violento, sino la fractura interior que deja. La víctima no dispone de palabras para describir lo que le sucedió. Tiene la sensación de habitar un espacio irreal, vergonzoso, imposible de narrar. Contarlo sería revivirlo. Y mucha gente, para sobrevivir, elige no recordar.
2. El agresor suelen ser alguien cercano
En la mayoría de los casos —familiares, profesores, sacerdotes, entrenadores, amistades de la familia— el entorno exige silencio. No se trata sólo del miedo a las represalias, sino del miedo a destruir el mundo en el que uno vive. Un menor puede llegar a creer que denunciar supone romper la familia, hundir al colegio, enfrentar a los padres o quedar expulsado de su comunidad religiosa. Es demasiado peso para un cuerpo pequeño.
3. La manipulación emocional inmoviliza
Muchos abusadores construyen una relación de control que mezcla afecto, culpa y amenaza. Convencen a la víctima de que ella provocó el abuso, de que nadie la creerá, o de que el castigo caerá sobre ambos. La víctima queda atrapada en una lógica distorsionada donde callar parece la única forma de mantener algún tipo de seguridad.
4. El trauma altera la memoria
Contrariamente a lo que se cree, la memoria traumática no funciona como la memoria normal. Actúa a golpes, fragmentada, con zonas en sombra. Muchas víctimas no pueden reconstruir lo ocurrido hasta la adultez, cuando ya han adquirido distancia emocional o herramientas psicológicas para interpretar aquello que vivieron sin comprender.
5. El entorno social no acompaña
Durante años —y aún hoy— la sociedad tendió a responsabilizar a las víctimas: "¿por qué no hiciste nada?", "¿por qué no hablaste antes?", "¿por qué estabas allí?". Ese juicio anticipado es una forma de violencia secundaria. Para evitarlo, miles de personas deciden guardar silencio hasta sentirse lo suficientemente fuertes para afrontar la mirada pública.
6. Las instituciones fallan
Cuando el abuso ocurre en entornos de poder —familia, Iglesia, escuela, deporte, política— la víctima teme que nadie se atreva a enfrentarse al agresor. Y en muchos casos, no se equivoca: encubrimientos, traslados de responsables, presiones y manipulaciones han sido prácticas comunes. ¿Cómo denunciar a un sistema que protege al abusador? Muchas víctimas lo hacen sólo cuando ese sistema pierde parte de su fuerza o cuando la sociedad empieza a escucharlas.
7. La adultez permite comprender lo que el niño no entendía
Un menor no tiene categorías para entender el abuso; lo vive como confusión, vergüenza o culpa. Sólo años después, con madurez intelectual y emocional, puede reconocer la gravedad del daño y ponerle un nombre. La denuncia, entonces, no es tardía: es simplemente el momento en que la víctima logra asumir lo que sufrió.
8. La demora no es una anomalía: es la norma
La pregunta no es por qué algunas víctimas tardan tantos años en denunciar, sino cómo es posible que otras lo consigan de inmediato. Hablar pronto es la excepción; callar durante años es lo habitual. No por cobardía, sino por devastación.
Comprender esto no sólo ayuda a acompañar mejor a las víctimas: también permite ver cuánta complicidad social, institucional y emocional sostiene el silencio. El problema no es que las víctimas tarden en hablar; es que durante demasiado tiempo no les dejamos hacerlo.

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