Hay personas cuya identidad no se sostiene en una afirmación, sino en una negación. No saben quiénes son, sólo saben contra qué luchan, qué odian, qué quieren ver caer. Su yo es un espejo invertido: se reconocen únicamente por oposición. No construyen, se definen reaccionando.
¡Abajo el patriarcado!
A primera vista, esta postura puede parecer un gesto de libertad: desmarcarse, romper cadenas, enfrentarse a lo que se considera injusto o asfixiante. Pero cuando la identidad se reduce a un "anti", cuando la energía vital se concentra en negar, algo profundo se deteriora. La persona deja de ser sujeto para convertirse en réplica. Su autonomía es una ilusión: vive presa del objeto que combate.
Las causas cambian, las palabras se renuevan, pero el mecanismo es siempre el mismo. El anti-católico termina obsesionado con la Iglesia que dice despreciar. El anti-patriota no habla de otra cosa que de la patria que odia. El anti-capitalista vive en función del capitalismo que combate. El anti-machista se alimenta exclusivamente de lo que considera machista. Y así sucesivamente. El enemigo sostiene la identidad más que cualquier convicción positiva.
La paradoja es cruel: cuanto más se proclama la ruptura, más dependencia se crea. Una identidad edificada sobre la negación está siempre al borde del derrumbe, porque necesita permanentemente aquello que detesta. Si el adversario desapareciera, también desaparecería el yo que se levantó contra él. Por eso ciertos militantes, cuando por fin alcanzan sus metas, viven una extraña sensación de vacío. No queda nada. No saben hacia dónde caminar cuando el enemigo deja de ocuparlo todo.
Además, la identidad negativa suele generar un clima emocional devastador. Alimenta la rabia, la reactividad, la necesidad constante de conflicto. La vida se convierte en un campo de batalla sin descanso. Todo se percibe como agresión o amenaza. No hay pausa, ni silencio, ni respiración. Y en ese desgaste continuo se pierde la ternura, la imaginación, la capacidad de construir algo que no sea trincheras. Se erosiona la propia alma.
La identidad que nace del "anti" también distorsiona la percepción moral. Cuando uno se cree definido por la lucha contra un mal absoluto, se autoriza todo tipo de excesos. El fin justifica cualquier medio. Se demoniza al otro para justificar una agresividad que, de no haber enemigo, sería inaceptable. El odio se vuelve virtud y la duda, sospecha. Basta mirar ciertos movimientos—de izquierdas, de derechas, religiosos, ateos—para ver cómo esa dinámica devora incluso a quienes comenzaron con buenas intenciones.
¿Qué alternativa queda? Una identidad que brote de una afirmación. No para ocultar los conflictos reales del mundo, sino para que la lucha no sea el único alimento del espíritu. Es posible defender causas nobles sin transformarlas en la razón total de la existencia. Uno puede enfrentarse a injusticias sin convertirlas en un tótem que determine cada gesto. La resistencia puede ser parte del camino, pero no su esencia.
A la larga, sólo lo afirmativo sostiene. Sólo lo que se ama —una verdad, una forma de vida, una esperanza, un modo de estar en el mundo— puede servir de raíz. La negación puede limpiar el terreno, pero nunca es cimiento. Lo que se construye desde el rencor está condenado a derrumbarse.
Ser contra algo es fácil. Ser alguien es mucho más arduo.
sábado, 22 de noviembre de 2025
La identidad negativa. Cuando la identidad se funda en ser anti algo
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