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Estas fuerzas —llámense como se llamen— operan especialmente mediante los políticos, pero no solo a través de ellos. También lo hacen por medio de líderes religiosos, incluidos aquellos que, en teoría, deberían ser diques frente a la disolución moral.
La historia enseña que el mal no necesita negar a Dios: le basta con vaciarlo, instrumentalizarlo o convertirlo en un símbolo inofensivo.
El caso de España
En el caso de España, que es el que mejor conozco, esta acción resulta particularmente visible. La política ha dejado de entenderse como servicio al bien común para convertirse en ingeniería social, manipulación del lenguaje y gestión emocional de masas cansadas. Pero sería un error pensar que el deterioro procede solo del ámbito civil. La Santa Sede, con su tendencia a la ambigüedad doctrinal y a una diplomacia sin nervio espiritual, ha contribuido —quizá sin quererlo— a la desorientación de millones de creyentes. Cuando la autoridad moral renuncia a nombrar el mal por su nombre, deja el terreno libre a quienes sí saben muy bien lo que hacen.
Algo similar ocurre, aunque de forma más violenta y explícita, con el islam yihadista, donde el fanatismo religioso se convierte en vehículo de destrucción directa. Aquí el mal no se disfraza de compasión ni de progreso, sino que se presenta como pureza, sacrificio y obediencia absoluta. El resultado, sin embargo, es el mismo: la negación de la persona concreta en nombre de una abstracción sacralizada.
La complicidad humana
No sostengo esta visión como una coartada para exculpar a los hombres. Al contrario: creo que estas fuerzas espirituales necesitan la complicidad humana. Actúan allí donde encuentran vanidad, miedo, deseo de poder, cobardía moral o hambre de reconocimiento. Por eso no todos los políticos ni todos los líderes religiosos son instrumentos del mal, pero sí lo son aquellos que aceptan mentir, callar o deformar la verdad para conservar su posición.
España ofrece un laboratorio privilegiado de este proceso: descristianización acelerada, trivialización del mal, culto al consenso vacío, y una extraña mezcla de cinismo político y sentimentalismo moral. Nada de esto parece fruto del azar. Tampoco de una sola ideología. Es más bien el signo de una guerra silenciosa por el alma, en la que el poder funciona como amplificador.
Negar esta dimensión espiritual puede resultar intelectualmente cómodo, pero empobrece el diagnóstico. No todo se explica por incentivos, sociología o estructuras económicas. Hay momentos históricos —y creo que estamos en uno de ellos— en los que la pregunta decisiva no es solo qué políticas se aplican, sino qué espíritu las anima.

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