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La herida invisible |
Cuando el malestar se vuelve insoportable
No es fácil hablar del suicidio en adolescentes. A diferencia de otras causas de muerte, aquí no hay un factor externo evidente ni un agente patógeno que podamos identificar. Lo que hay, casi siempre, es un malestar profundo y persistente, una sensación de ahogo existencial que los jóvenes no saben nombrar ni tampoco comunicar. Viven un mundo hiperconectado que en realidad los deja más solos; un entorno saturado de estímulos que raramente ofrece un sentido.
Muchos adolescentes llegan a la idea suicida no por un deseo de morir, sino por el deseo de dejar de sufrir. La diferencia es enorme, pero en la práctica puede conducir al mismo final trágico si no encuentran a tiempo una mano que los sostenga.
Un contexto que no ayuda
La presión escolar, la comparación constante en redes sociales, la precariedad emocional en las familias y un clima social donde la ansiedad y la depresión se han normalizado configuran un escenario explosivo. Hemos sofisticado nuestras tecnologías, pero no nuestras herramientas para acompañar el dolor. Pedimos resultados, rendimiento, adaptación inmediata; no enseñamos a soportar la frustración, a pedir ayuda ni a comprender que los momentos oscuros también forman parte de la vida.
Por eso, cuando hablamos de suicidio adolescente, no hablamos solo de datos: hablamos de un fracaso colectivo.
La importancia de mirar a tiempo
La prevención no empieza en los hospitales ni en los equipos de salud mental. Comienza mucho antes, en la atención diaria: en detectar cambios bruscos, aislamientos repentinos, silencios prolongados. Comienza en la escuela, que debería ser un lugar de estímulo intelectual pero también de cuidado humano. Y comienza, sobre todo, en la capacidad de cada adulto para escuchar sin juicio, para no minimizar el sufrimiento de un joven que tal vez está verbalizando por primera vez algo que lleva meses escondido.
Romper el tabú es imprescindible. Hablar del suicidio de forma responsable —sin romantizarlo y sin ocultarlo— es una de las herramientas más eficaces que tenemos para prevenirlo.
Un desafío de todos
Las cifras son alarmantes, sí, pero no inevitables. El suicidio adolescente no es una fatalidad inscrita en la naturaleza humana; es un fenómeno que puede revertirse con políticas adecuadas, educación emocional realista, entornos familiares estables y profesionales accesibles. No se trata de generar alarmismo, sino de asumir que tenemos una urgencia ética.
Cada adolescente que se quita la vida deja un silencio que pesa sobre toda la comunidad. No podemos permitirnos mirar hacia otro lado. Acompañarlos, escucharlos y crear espacios donde puedan existir sin el peso insoportable de una perfección imaginaria no es solo un deber: es la única forma de empezar a sanar una herida que, de tan profunda, ya amenaza con convertirse en norma.

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