El Tribunal Supremo ha condenado al fiscal general del Estado a dos años de inhabilitación por revelar secretos. Nada más y nada menos que el guardián de las llaves, sorprendido forzando la cerradura que debía custodiar. No es frecuente que quienes vigilan se vean a sí mismos vigilados; acaso por eso el hecho tuvo algo de fábula amarga.
El nombre de Álvaro García Ortiz pasará a las hemerotecas, pero lo que importa no es el hombre, sino el símbolo. Un fiscal general sentado en el banquillo: la imagen es tan poderosa que parece escrita por un novelista que desea mostrar la fragilidad del poder.
Durante décadas, España ha pensado que la corrupción era patrimonio de otros oficios, de otros despachos. Pero la revelación de un secreto —de un simple correo, en apariencia inocuo— basta para que toda una arquitectura moral se tambalee.
Se dijo que el correo pertenecía a un empresario íntimamente ligado a una figura política de primera línea. Se dijo también que la filtración alteraba el delicado equilibrio entre intimidad y poder. Pero, más allá del caso particular, lo que se revelaba en realidad era otra cosa: la tentación del poder de usarse a sí mismo como arma, de convertir la información en privilegio, de olvidar que cada dato oculto pertenece a una persona y no a una estrategia.
El Supremo habló con su voz acostumbrada, esa voz seca y ritual que pretende enmarcar la justicia en mármol. Dos años de inhabilitación, dijeron. Una multa. Una indemnización por daño moral. Pero la sentencia más profunda no estaba en el papel: estaba en el gesto de ver cómo la institución se miraba al espejo y, por un instante, no se reconocía.
El país recibe esta noticia como quien escucha crujir una viga en una casa antigua. No es el derrumbe, pero sí la advertencia. La democracia no se deshace por grandes golpes, sino por grietas pequeñas que se repiten: un secreto revelado, una filtración interesada, una función pública usada para fines que no son públicos. Cada gesto minúsculo erosiona un poco más la confianza, esa sustancia invisible sin la cual ninguna ley se sostiene.
Quizá esto era inevitable. En tiempos de sombras largas y pasiones cortas, nadie está a salvo de olvidar que su cargo es un servicio, no un pedestal. Las instituciones, como los hombres, se cansan, se corrompen, se distraen. Pero también pueden despertar. La condena, pese a su dureza, no sólo sanciona; también recuerda. Recuerda que el poder, incluso el más alto, puede ser tocado, juzgado y corregido. Y que eso, lejos de ser un síntoma de decadencia, es una prueba de madurez.
El fiscal general deja su despacho. La silla queda vacía, como un recordatorio silencioso. Pero las preguntas siguen allí, flotando sobre la mesa: ¿quién vigila de verdad? ¿Quién protege a quién? ¿Dónde empieza la justicia y dónde termina la vanidad?
España, a veces, parece un país que despierta tarde, pero despierta. Y cada vez que una figura poderosa es obligada a responder por sus actos, no importa su rango, el país aprende algo sobre sí mismo: que la ley no es un adorno, que la responsabilidad no es una opción, y que un secreto mal usado puede costar una carrera, pero también puede iluminar una verdad que llevaba demasiado tiempo esperando a ser vista.
jueves, 20 de noviembre de 2025
Álvaro García Ortiz, un fiscal general ante el espejo de la justicia
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)

No hay comentarios:
Publicar un comentario