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Orgullosos de su mal gusto |
En la música: ruido en vez de arte
La degradación musical es quizá el síntoma más evidente. El éxito lo miden algoritmos que premian letras planas, ritmos repetitivos y una estética donde la sensualidad se confunde con lo explícito y lo vulgar. Las melodías se han reducido a eslóganes y las voces a efectos digitales. Lo que antes requería talento hoy se sustituye con marketing y ruido.
En la televisión: espectáculo de humillación
La televisión ha abrazado lo cutre como motor de audiencia. Reality shows que convierten los conflictos personales en entretenimiento, programas que celebran la ignorancia como si fuera un valor identitario, tertulias donde se grita más de lo que se piensa… La televisión ha cambiado la profundidad por el escándalo, y la calidad por la carnaza emocional.
En la política: eslóganes en lugar de ideas
La degradación también ha llegado a la política. El lenguaje se ha empobrecido hasta límites grotescos: insultos, memes, frases huecas que sustituyen debates complejos. La teatralización del conflicto ha convertido el parlamento en un plató y al político en un influencer de baja calidad cuyo objetivo es ser viral, no responsable. El mal gusto se convierte en herramienta electoral.
En la moda: exhibicionismo sin estilo
En el mundo de la moda, lo estridente eclipsa lo elegante. Se confunde libertad con provocación, creatividad con acumulación caótica y estilo con llamar la atención a cualquier precio. El resultado es una estética saturada, chillona, un carnaval constante donde la sobriedad parece sospechosa.
En las redes sociales: culto a la trivialidad
Las redes han elevado la trivialidad a forma de vida. Cientos de miles de personas compitiendo por likes a través de bailes improvisados, polémicas inventadas, opiniones que duran un día y fotografías que valen menos que su filtro. La exhibición constante ha matado la intimidad y ha convertido lo ridículo en rentable. La vulgaridad se normaliza porque produce clics.
En el arte y la cultura: provocación sin profundidad
En el arte contemporáneo abunda una tendencia peligrosa: confundir la provocación con la calidad. Obras que dependen más de un escándalo mediático que de una reflexión profunda. Instalaciones cuyo valor radica en el texto explicativo que las acompaña, no en la obra misma. El arte ha perdido misterio para volverse declaración superficial.
En la vida cotidiana: ruido, prisa y descuido
La vulgaridad también se cuela en lo cotidiano: conversaciones gritadas en espacios públicos, desprecio por la cortesía básica, viviendas llenas de objetos inútiles y diseño barato, celebraciones dominadas por lo ostentoso en vez de lo íntimo. El mal gusto ha penetrado incluso en los hábitos y en la forma de estar en el mundo.
La vulgaridad, síntoma de un vacío más profundo
La vulgaridad triunfa porque es fácil, inmediata, barata. No exige esfuerzo, ni educación estética, ni pensamiento crítico. Y en tiempos donde lo rápido domina, lo cutre encuentra terreno fértil. La batalla por la calidad, por la belleza y por la profundidad no está perdida, pero exige una resistencia consciente, incluso silenciosa.
Porque si algo define este tiempo es que lo mediocre ya no se oculta: se exhibe con orgullo. La pregunta es si aceptaremos vivir en un mundo donde lo cutre marque el estándar… o si recuperaremos, aunque sea a contracorriente, el valor de lo que vale la pena.

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