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León XIV |
Lo más desgarrador no es que existan abusadores dentro de la Iglesia. Lo más desgarrador es que, en demasiados casos, la institución haya elegido protegerse a sí misma antes que a las víctimas. Esa inversión del orden moral —primero la reputación, luego el dolor humano— es una fractura espiritual que no se resuelve ni con comunicados ni con ceremonias penitenciales. Es un abismo interior que revela un drama de fondo: la institución teme la verdad más que al pecado.
El caso de León XIV con el padre Lute no es una excepción aislada, sino la expresión de un patrón: la doble palabra. Por un lado, el discurso solemne sobre la misericordia; por otro, los laberintos administrativos que dilatan, ensombrecen o neutralizan la justicia. En la superficie, un lenguaje de compasión; en el subsuelo, una maquinaria que administra silencios.
Esa doble palabra produce una herida singular, porque no es sólo moral o jurídica: es espiritual. Quien fue dañado no sólo pierde la inocencia, sino que ve profanado el lugar donde creyó encontrar refugio. Y quien contempla desde fuera percibe la contradicción como un escándalo que ya no sorprende, pero que sigue doliendo. No duele por la novedad —que ya no existe— sino por la reiteración: la herida se ha vuelto costumbre.
El problema es más profundo que el gesto de ocultar. La ocultación nace de una lógica defensiva: la institución se concibe como algo frágil que debe ser preservado de cualquier mancha, incluso a costa de la verdad. Pero lo sagrado no necesita blindajes. Sólo las estructuras humanas temen desmoronarse si se exponen a la luz. La santidad no se derrumba por reconocer el mal; la hipocresía, en cambio, sí.
Quizá lo más inquietante sea descubrir que, detrás de esta actitud, existe una fe infantil en el poder del silencio. Se cree que lo no dicho no existe, que lo ocultado no pesa. Pero el silencio injusto no es vacío: es acumulación. Genera un sedimento espeso que corroe la credibilidad, desgasta la esperanza y convierte la palabra “protección” en una especie de parodia trágica. Porque proteger no es impedir que se conozca la verdad; es cuidar al herido sin miedo a las consecuencias.
El verdadero desafío no está en señalar culpables ni en levantar nuevas murallas morales. El desafío está en recuperar la lucidez: ver sin miedo, hablar sin doble voz, permitir que la verdad —con su aspereza y su humildad— sea más importante que la imagen. Sólo desde esa lucidez puede surgir una forma de reparación que no sea teatral, sino viva.
La hipocresía es dolorosa porque nace de una traición íntima. Pero también puede convertirse en un espejo. Y ese espejo, si se lo acepta sin defensas, puede revelar algo esencial: que lo sagrado no necesita intermediarios blindados, sino corazones capaces de reconocer sus propias sombras. Que la protección verdadera no se ejerce desde los despachos, sino desde la transparencia. Que ninguna institución vale más que la dignidad de un niño.
Y que sólo donde la verdad puede respirar, puede nacer también una forma de fe menos ingenua, pero más real. Una fe sin doble palabra. Una fe lúcida. Una fe que no teme ver lo que duele.
